Contracorriente

Al diablo con sus instituciones

El planteamiento de AMLO de separar el poder político del económico y de reformar la administración pública ha generado expectativas favorables, pero empieza a decaer el entusiasmo.

A la pregunta de cómo llegó López Obrador a la presidencia de la república, suele responderse que le abrieron el camino la corrupción e ineficacia de los últimos sexenios. Las causas de la corrupción -elevada a grados de cinismo- y de la inoperancia del Estado, la diagnosticaba AMLO desde sus campañas como resultado del apoderamiento del Estado por el poder económico, y de la corrupción.

Esa cooptación del Estado se ha hecho evidente de muchas maneras, principalmente en la esfera fiscal, carcomida por la evasión, elusión y condonación de obligaciones, favorecidas por las normas y en su defecto, por decisiones de autoridades desde hace demasiado tiempo.

En áreas de la administración pública que operan políticas y programas de "fomento" productivo, el sesgo normativo y de las reglas de operación para favorecer a los más poderosos es evidente, aunque al inicio de cada sexenio se dijera que se fortalecería a la pequeña y mediana industria y a los campesinos más pobres.

Nunca se ha concretado tal promesa; es ilustrativo el caso rural: a pesar de que los productores que cultivan hasta cinco hectáreas son el 68 por ciento, sólo han recibido el 19 por ciento de los subsidios productivos, a la comercialización y financieros que operan múltiples programas.

El predominio contemporáneo del poder económico sobre las decisiones políticas empieza a gestarse cuando el Estado, para consolidarse, impulsó el crecimiento económico y la formación empresarial, lo que ocurrió a partir de los años de 1940.

Para fomentar inversiones productivas, se les otorgó toda suerte de concesiones, privilegios y protección ante el exterior; los grandes capitales en nuestro país se formaron al amparo del Estado, no en la competencia por ser los mejores.

Así como el poder político produjo riqueza, la riqueza generó poder político para amoldar las instituciones a sus intereses; no es que fueran ineficaces, sino que habían desviado sus propósitos de servir al supuesto bien común, para favorecer a minorías.

De ahí que el planteamiento de AMLO de separar el poder político del económico y de reformar la administración pública, haya generado expectativas favorables, pero empieza a decaer el entusiasmo.

Hay preocupación de que más que reformar, se esté desmantelando el sistema institucional y que por las prisas, se estén haciendo las cosas en ausencia de diagnósticos precisos, de una ejecución consecuente y de acuerdos políticos con quienes tienen que colaborar en la transformación administrativa, como los gobiernos de los estados y los sindicatos de la burocracia.

Particularmente importante es la colaboración de las clases medias, a las que pertenece el grueso de la burocracia y que es, en su totalidad, usuaria de servicios públicos que abarcan desde la generación de información de cómo va la economía y la situación social, hasta la operación hospitalaria y las policías.

En lo que va del año, la austeridad y el argumento de que en todo hay corrupción, han sido los criterios con que se ha empezado a cambiar la administración pública; no hay área que se salve de los recortes, que en casos como los aplicados a las áreas de salud ya tienen efectos dramáticos.

Por el bien de todos, conviene que la necesaria transformación de la administración pública se someta a una planeación que incluya consensos políticos, aunque como lo demuestra el caso de los maestros, no es fácil alcanzar los mejores resultados.

Estamos en el momento más peligroso de los cambios que propone la 4T, en el que sus promotores tratan de consolidarlo a toda prisa y quienes se ven afectados tratan de generalizar una crítica sin distingos, furibunda, aunque sin más opción que promover el fracaso del gobierno, que sería el del país por muchas décadas.

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