Mucha gente, entre quienes no votaron por López Obrador, está preocupada por las expectativas que hubiera despertado en los sectores pobres, pensando que más pronto que tarde le exigirían que cumpla sus promesas; le preocupa saber de dónde sacará el dinero para cumplirlas y que se viera tentado a romper el equilibrio macroeconómico de los precios, como en Venezuela, para obtenerlo. Se recuerdan también las expresiones de confrontación y descalificación de grupos de poder que tuvo durante su campaña.
Son preocupaciones sentidas, reales de mucha gente, que no hay que perder de vista ni magnificar recordando que nunca, en ninguno de sus mítines en plazas públicas, AMLO dejó de insistir en que su movimiento es pacífico, y que durante tres campañas por la presidencia mantuvo vigente la vía electoral como la única válida para acceder al poder.
Tales principios de disciplina institucional probada los refrendó en los discursos del 1 de julio, francamente conciliatorios y lamentablemente contrastantes con otros que siguen queriendo hacer creer que López Obrador inoculó el encono entre los mexicanos.
La reconciliación y regeneración del país es de ida y vuelta entre el gobierno y cada uno de los diversos sectores y sus respectivas reivindicaciones; la población en general, la de a pie, anhela superar el desamparo que los gobiernos neoliberales le hicieron sentir cuando la despojaron de certezas básicas como la seguridad en el empleo, en la movilidad social y en que la delincuencia no le arrebate la vida o su patrimonio, o el dinero que lleva encima.
La regeneración que requiere el país para responder a legítimos anhelos sociales empieza por la reforma del Estado. ¿Cómo empezar? Según López Obrador, combatiendo la corrupción, lo cual no convence a mucha gente. Por supuesto que es necesario hacerlo, pero no es suficiente.
También ha hablado López Obrador de la 'cuarta revolución': "Lo que ahora se necesita -dijo López Obrador en los últimos momentos de su campaña- es separar al poder económico del poder político, y tener un gobierno que no esté al servicio de una minoría rapaz".
Sin la hojarasca de los adjetivos, se ve claro el hecho de que México sobresale en América Latina como una de las sociedades con mayor desigualdad de ingresos que genera el mercado, pero también como uno de los gobiernos que menos recauda en impuestos, como uno de los que mayores privilegios y prebendas otorga y, por si fuera poco, destaca también por la ineficacia de la política fiscal en el cumplimiento de la función sustancial de reducir las desigualdades.
En el combate a la corrupción y en la reforma a fondo del sistema hacendario a partir de la recuperación de la soberanía política del Estado, está la respuesta a la preocupación de dónde sacará el nuevo gobierno dinero para atender sus propósitos sociales; si como se ha ofrecido, no aumentarán los impuestos, tendrán que eliminarse privilegios fiscales ganados por la influencia política de sólidas redes de poder económico, cuyos intereses serían afectados, igual que su estatus e influencia en el poder público.
No sería la primera vez que el sistema político mexicano intente algo semejante. Luis Echeverría fracasó hace casi medio siglo en ello, lo que ha hecho que México sea, entre los miembros de la OCDE, el que peor combate la desigualdad con herramientas tributarias.