Por supuesto que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene adversarios, y muy poderosos, a quienes desde el primer momento les quiso dejar en claro que el poder político, el que supuestamente ve por el bien común, debía estar por encima del poder económico que se había acostumbrado a moldear normas y decisiones del Estado a su antojo.
Ese primer acto reivindicativo fue la insignificante (mientras más ridícula mejor) consulta popular que le 'mandó' al Ejecutivo cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de México. Los destinatarios del mensaje advirtieron de inmediato el daño a la confianza empresarial en el gobierno.
Ciertamente, el poder económico se había impuesto al poder político del Estado mexicano y era necesario separar uno del otro como primera condición para avanzar en el más ambicioso proyecto de gobierno que ha tenido algún presidente.
Pero una vez establecida la división de poderes, debía dar paso a la política para resolver conflictos, sin rupturas, y para sumar apoyos.
El ambicioso proyecto transformador conviene a la inmensa mayoría de los empresarios, a todas la diversidad de las clases medias, a los trabajadores, exceptuando quizás algunos líderes sindicales; combatir la corrupción, la impunidad y el privilegio de unos cuantos, y obtener de ello mayor capacidad del Estado para ejercer una política social efectiva, abatir la pobreza y fortalecer el mercado interno, serían logros históricos.
La corrupción no sólo agravia a la sociedad, sino que es una enorme traba a las inversiones productivas y al desarrollo porque las empresas participantes en actos ilícitos, como sobre facturación o elusión del pago de impuestos, logran ventajas con las que no pueden competir las miles de empresas que quedan fuera del contubernio.
Lamentablemente, al propósito políticamente justo de separar el poder económico del político, el presidente no ha ejercido el arte de la negociación ni sumado mayor respaldo ante los adversarios irreconciliables a corto plazo (obligados a pagar sus impuestos, por ejemplo), sino que ha puesto en el mismo rasero a empresarios de todos tamaños, a clases medias entre las que figuran lo mismo investigadores que mandos medios y superiores de la burocracia a los que bajó salarios y prestaciones, a todas las ONG a las que cortó apoyos, igual que a más de veinte programas en beneficio de las mujeres, siempre con el argumento de la corrupción generalizada.
Por cierto, esas generalizaciones sobre la corrupción generan también el mensaje de que quien tiene dinero lo ha mal habido, y va sembrando resentimientos por las lacerantes desigualdades entre quienes tienen poco o nada de lo indispensable.
En contra de aciertos del gobierno, como el impulso a reformas a las leyes laborales para facilitar la democracia sindical, el mejoramiento de 30 por ciento en el salario mínimo o el propósito de impulsar el desarrollo del sureste olvidado, domina la polarización ideológica y política con consecuencias, como el freno a las inversiones productivas y al crecimiento. En 2019, antes de la pandemia, la formación bruta de capital bajó de 20.3 a 19.3 por ciento del PIB y seguramente será menor en 2020, cuando la meta que se había propuesto el gobierno era subirla a 25 por ciento.
Urgen soluciones políticas de los conflictos, y atemperar la polarización que retrasa proyectos de inversión y confunde e inquieta a las clases medias, porque les sugiere inestabilidad e incertidumbres múltiples en su vida, siempre anhelante de un mejor futuro. La gobernanza de toda sociedad moderna, vale recordarlo, se apoya en las certezas que ofrezca el poder político y en la empatía de las clases medias con el gobierno.