Jacqueline Peschard

¿La austeridad como principio constitucional?

Nuestras elecciones son costosas y hay que buscar la manera de abaratarlas, pero sin arriesgar la integridad del sistema electoral que hemos construido a lo largo de 40 años.

Esta no es la primera vez que se propone una reforma electoral para reducir el costo de nuestras elecciones, pero sí es la primera vez que se pretende hacer de la austeridad un principio constitucional. Así lo planteó el diputado de Morena Sergio Gutiérrez Luna, coordinador del grupo parlamentario para la reforma del Estado y la reforma electoral. En su opinión, dicha reforma debe orientarse a economizar como eje rector del sistema electoral, ignorando que la austeridad sólo puede ser una política pública que garantice la vigencia de los principios básicos de elecciones democráticas. Por cierto, dichos principios ya están establecidos en el artículo 41, Apartado A constitucional: certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, objetividad y máxima publicidad.

No cabe duda que nuestras elecciones son costosas y que hay que buscar la manera de abaratarlas, pero siempre que no se arriesgue la integridad del sistema electoral que hemos construido a lo largo de 40 años, invirtiendo recursos políticos e institucionales y apostando a los mayores acuerdos entre las fuerzas políticas.

Cada vez que ha habido alternancia en el poder presidencial, partidos y ciudadanos han puesto sobre la mesa la necesidad de reducir los costos de la organización electoral, pero nunca como elemento sustantivo de una reforma.

Después del 2000, distintas voces plantearon revisar los costos de las elecciones con objeto de fortalecer el principio esencial de equidad en la contienda, y fue así que en la reforma de 2007-08 se redujeron en 50 por ciento los gastos de campaña en elecciones intermedias y se eliminó la posibilidad de que partidos, candidatos o terceros compraran espacios en medios electrónicos. El recorte no era un fin en sí mismo, sino un mecanismo para reforzar las condiciones de equidad en la contienda.

Después de una nueva elección de alternancia en 2012, el PAN planteó una reforma electoral con dos grandes objetivos: 1) darle el control centralizado de las elecciones locales al IFE/INE para evitar la intervención de los gobernadores en los comicios, eliminando la estructura electoral local; y 2) disminuir los costos de la organización electoral. Al final, las fuerzas políticas se rehusaron a renunciar a las estructuras electorales estatales, dejando un modelo híbrido que a la larga resultó más oneroso porque se le dieron 72 funciones adicionales al INE sin que desaparecieran los institutos locales (OPLEs). Además, el financiamiento de los partidos políticos se disparó, porque las entidades federativas reprodujeron el esquema federal de asignación de recursos públicos para los partidos. Ni se abarataron las elecciones ni se logró la plena independencia de las OPLEs porque siguen dependiendo del presupuesto de los estados.

Nuestro sistema electoral requiere cambios para hacerlo más ágil y menos costoso y para que sea más comprensible a los ojos de los ciudadanos. Pensar hoy en desaparecer a los OPLEs y a los tribunales electorales en los estados es arriesgar la operación electoral, porque los calendarios de las elecciones se han ido compactando para hacerlas concurrentes con las federales. Si en el pasado tener una sola autoridad electoral resultaba una buena idea, hoy se antoja inviable por la coincidencia de elecciones locales y federales en una misma fecha.

También hay que reducir el financiamiento de los partidos, que asciende a cinco mil millones en el ámbito federal, más cerca de 12 mil millones por financiamiento estatal, y hay varias opciones sobre la mesa: tomar como base no la cifra del padrón, sino la de participación electoral (propuesta Kumamoto), o bien cambiando el factor multiplicador, que hoy es de 65 UMAS, por uno de 30 UMAS (propuesta INE) y, como mucho se ha insistido, aprovechando más las tecnologías informáticas (voto electrónico).

Armar una estructura institucional para tener elecciones competidas y legítimas nos ha costado muchos esfuerzos políticos y financieros. Es posible y conveniente transitar hacia elecciones menos costosas, pero sin atropellar los principios democráticos de autonomía e independencia, pluralidad, imparcialidad y equidad, y ello no es posible si estos se sacrifican en eras de la austeridad.

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