Jacqueline Peschard

Popular y omnipresente

Cada adjetivo que coloca en la mesa de la agenda pública tiene repercusiones, por cierto, no siempre deseadas, porque se trata de la voz del presidente más popular que hemos tenido.

Los primeros 100 días de gobierno han confirmado la popularidad del presidente López Obrador que, según la mayoría de las encuestas, alcanza niveles promedio del 80 por ciento de aprobación sobre su forma de conducir al país y con una tendencia ascendente. No cabe duda que la mecánica de comunicación social intensiva que AMLO ha desplegado a través de sus conferencias mañaneras, le ha permitido no sólo fijar la agenda pública cotidiana y establecer una interlocución permanente con los medios, sino enviar el mensaje a la población de que está conectado con sus aspiraciones y expectativas; es decir, de que su gobierno está cerca de la gente y la toma en cuenta. Es claro, su liderazgo es popular y su figura omnipresente y las personas confían en él.

Los mensajes cotidianos del presidente han inundado el espacio de la comunicación social, pero más que utilizarse para plantear directrices articuladas de políticas gubernamentales, conllevan un alud de opiniones sueltas, cargadas de calificativos que desautorizan, reprueban y hasta se burlan de sus críticos. Hay que recordar como sintió "ternurita" frente a la convocatoria de un grupo plural de políticos e intelectuales, interesados en conformar un contrapeso fundamentado al gobierno, al que invitó a formar su propia escuela "conservadora" de cuadros. Lejos de hacer un llamado al diálogo, directamente reprobó el intento.

Pensar que los adjetivos ofensivos del discurso presidencial respecto de su críticos y opositores son frases sueltas e inocuas que no tienen repercusiones sobre el ánimo general de las personas y en particular de los seguidores de López Obrador, o de los propios cuadros de Morena y sus aliados, es cuando menos una ingenuidad, si no es que un acto de irresponsabilidad y para muestra un botón.

En días pasados, durante las giras de trabajo presidenciales a diferentes estados, la gente convocada a los mítines se animó a abuchear a los gobernadores de un partido opositor, pero no había lugar a sorpresas, era consecuencia del discurso presidencial. Chiflarle a los opositores es la manera como la población ahí reunida expresa su respaldo a López Obrador, poniéndose en sintonía con sus expresiones de rechazo a quienes no comulgan con sus posiciones.

Las acusaciones recurrentes a críticos y opositores han provocado que algunos legisladores busquen erigirse en los intérpretes más radicales de las opiniones que emite el presidente. No hay otra manera de leer la propuesta del senador Salgado Macedonio para desaparecer, ni más ni menos, que a la Suprema Corte de Justicia, en caso de que los ministros sigan resistiéndose a disminuir sus salarios. De no ser porque la ocurrencia proviene de un representante popular, la idea provocaría hilaridad por la profunda ignorancia que esconde; el problema es que parece haber una competencia por alinearse con el discurso presidencial.

De la misma manera, la propuesta del senador y vocero del grupo parlamentario de Morena, Salomón Jara, para revocar la autorización a las calificadoras internacionales que no evalúen favorablemente a nuestro país, es una muestra del impacto que tienen las opiniones de desaprobación del presidente a dichas instancias internacionales entre legisladores ansiosos de ganarse un espacio político y mediático como intérpretes informales y cercanos a su líder.

La presencia casi omnipresente de López Obrador en el espacio de la comunicación social no es ni neutral ni intrascendente. Cada adjetivo que coloca en la mesa de la agenda pública tiene repercusiones, por cierto, no siempre deseadas, porque se trata de la voz del presidente más popular que hemos tenido, al menos en los últimos ochenta años. Valdría la pena que sus estrategas de comunicación le recordaran que cualquiera de sus frases sueltas tiene un impacto en la opinión pública y puede convertirse en arma de confrontación social, sin que ese sea necesariamente el propósito que se persigue.

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