La Nota Dura

En las películas no es así (es peor)

Muchas ciudades que han sido concebidas en torno a las industrias, en las que generaciones y generaciones han pertenecido a la misma empresa o al mismo sindicato, escribe Javier Risco.

Uno de cada cuatro. ¿Seré yo?, se preguntan. Uno de cada cuatro. No paran de repetirlo en su cabeza como un salmo, como un conjuro mientras trabajan con más ganas que nunca, corriendo en una carrera sin meta, una carrera que ya perdieron. Lo que pasa es que el nuevo no come, no duerme, no deja de trabajar, no tiene mal del puerco ni hace horas nalga. Tampoco necesita seguro, solo mantenimiento.

Esto ya había pasado en Inglaterra hace más de doscientos años, y a lo mejor fueron los parientes de estos mismos que hoy se preguntan si serán ellos los siguientes, quienes se opusieron la inclusión de maquinaria en la industria textil en 1816. Su respuesta inmediata fue destruir los nuevos aparatos argumentando que abarataban su trabajo artesanal y tenían razón, pero, así y todo, perdieron.

Hoy, en 2019, un estudio realizado por las universidades de Cardiff y De Monfort de Leicester revela que algunos trabajadores británicos también han optado por una respuesta parecida. En lugar de destruir los robots que entran a formar parte de sus empresas, los sabotean, no les dan el mantenimiento adecuado o no los integran debidamente en sus procesos.

La razón es la misma que hace dos siglos: el miedo a que las máquinas les puedan quitar sus puestos de trabajo.

Se supone que en 15 años, es decir, prácticamente mañana, los países más industrializados habrán reemplazado un cuarto de sus puestos de trabajo actuales por empleos realizados por robots o algún tipo de inteligencia artificial.

El estudio, sin embargo, deja en claro que esta falta de integración o resistencia a la tecnología, es más propia de los británicos en particular que de los primermundistas en general, ya que la investigación también incluye un apéndice comparativo con Noruega. Esta parte muestra el contraste de las islas con el país nórdico, en donde las máquinas han sido asimiladas en su totalidad e incluso hay empresas en las que los trabajadores le han puesto nombres cariñosos a sus colegas tecnológicos.

Esta integración ha sido compleja. El primer robot comercial lo lanzó Unimation en 1961 y apenas veinte años después ya existían entre 15 mil y 80 mil robots en el mundo, más de la mitad en Japón y el resto repartidos entre Estados Unidos y Europa. Todos ellos se utilizaban tanto a nivel laboral como doméstico. Debido a esto, en 1983 los sindicatos de trabajadores de la empresa automotriz Nissan presionaron a la compañía para firmar un acuerdo en el que quedaba prohibido despedir trabajadores debido a la tecnificación de sus procesos de producción, en cambio, la compañía estaba forzada a reconvertirlos y reasignarlos a otras labores incluso menores, lo importante para ellos era seguir trabajando como fuera.

Siendo sincero, entiendo el miedo de esos británicos y comprendo también que los Noruegos no se inmuten ante la presencia de esta nueva tecnología. Lo que pasa es que los escadinavos, en la actualidad, no se valoran a ellos mismos por lo que hacen, su bienestar y su crecimiento personal ya no depende de la labor que desempeñan. En cambio, los británicos sí. Hay muchas ciudades que han sido concebidas en torno a las industrias, en las que generaciones y generaciones han pertenecido a la misma empresa o al mismo sindicato. Ciudades creadas y habitadas por los working class heroes de la canción de John Lennon, personas que pierden mucho más que un salario al ser reemplazados.

Al menos en las películas los robots tenían rayos que nos hacían desaparecer.

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