Cuánta desesperación acumulada tenemos. Entiendo nuestras circunstancias, la frustración de vivir gobiernos superados, injustos y voraces, que nos han dejado heridos en muchos aspectos de nuestra vida. La guerra que hemos padecido los últimos diez años ya nos invade por todas partes. Vemos la revancha en cualquier ventana, las armas en cualquier esquina, la impunidad en cualquier página de periódico.
Y es que trato de entenderlo, hemos sido víctimas de la delincuencia y también hemos visto que no pasa nada; hemos dejado de viajar por este país después de las 9 de la noche, porque hay carreteras donde no existe ni ley ni garantía de que salgas vivo; hemos gritado en las calles #NiUnaMás y los violentos se burlan de nosotros; hemos llorado por los restos de niños en fosas clandestinas, y la autoridad no es capaz de decirnos cuántos mexicanos hay debajo de la tierra; hemos lamentado la muerte de un periodista que no ganaba más de 3 mil 500 pesos a la quincena, y somos testigos del desprecio a la prensa de unos cuantos; hemos pensado largarnos de este país y aquí seguimos.
Entiendo lo que nos ha pesado vivir en un país injusto, lo que es vivir en esta época de desconfianza, de mirar con ojos extraños al otro, de no confiar en el vecino, de no confiar en el policía, de no confiar en un semáforo, de no confiar en nada ni en nadie. Cómo nos sorprende un gesto amable, cómo nos maravilla saber que en un lugar no nos quieren transar, que un policía no nos quiere sacar dinero, o que un trámite no requiere mordida; creo que permanecemos aquí por estos instantes, por pensar que hay más buenos y, supongo también, por pensar que nosotros pertenecemos a ese grupo.
De verdad que lo entiendo, o al menos trato de entender esta desesperación.
Lo que no entiendo es cómo sacamos lo peor de nosotros en los momentos más críticos. Lo sucedido el viernes pasado en Tlahuelilpan, Hidalgo, nos debería romper el alma, pero no, nos rompe, nos lleva al límite y exhibe la poca humanidad. Trato de salirme de esa burbuja tuitera que representa los menos, que siembra el odio con el anonimato o que de plano vive para insultar, me preocupa los que te dicen a la cara: "se lo merecían", "se lo buscaron", "mejor muertos a que sigan siendo un cáncer", "muertos por pendejos y rateros", y los ejemplos podrían llenar varias columnas, no más.
A esos que se atreven a decir o pensar desde la víscera, los inunda la desesperación y también el odio. ¿Dónde estamos parados cuando creemos que la justicia por haber robado un bidón de gasolina es la muerte? Sirve hacer un contexto de esta fatalidad, pensar en los últimos quince años, pensar en cómo las autoridades fueron incapaces de detener este delito, de cómo se normalizaron las fuentes de gasolina y de cómo una población de quince mil habitantes vivió por y para el robo de combustible, cómo lo permitimos y cómo fuimos testigos ciegos. Debemos pensar en esa generación que creció pensando que su tío o su padre vendían combustible como única oportunidad de vida. No victimizo a los miles de mexicanos que viven de este delito, son delincuentes y su robo tiene consecuencias, lo que señalo es la incapacidad del Estado para brindar oportunidades y para aplicar la ley. No cargo toda la responsabilidad en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, soy de los que piensa que las decisiones tomarán forma de aciertos o errores en por lo menos tres años; es imposible pensar que en 50 días se transforma una vida que lleva funcionando en la ilegalidad dos décadas.
Sin embargo, alejémonos de las responsabilidades del gobierno, pensemos en las necesidades, en la vida de los que no están cerca de nosotros, en que nadie merece una muerte como la del viernes pasado; sacudámonos la violencia y el odio, un poco de empatía en estos tiempos violentos.