Los escenarios económicos más populares alrededor del mundo suponen que en los siguientes meses la inflación comenzará una trayectoria de descenso gradual. Dicho descenso estaría apoyado en tres supuestos clave. Primero, se pronostica una demanda global más débil, ligada a magros avances en los ejes de crecimiento globales (EU, China y Europa). Segundo, se reconocen las adversas consecuencias para el consumo privado de un poder adquisitivo más erosionado y un descenso en los ahorros acumulados tras la pandemia. Tercero, los efectos retrasados de los esfuerzos de restricción monetaria del último año.
Teniendo el anterior contexto como fondo, recientemente los mercados han comenzado a preocuparse por la posibilidad de que las inflaciones no desciendan conforme a lo esperado o que algunas alentadoras señales sean revertidas. Lo anterior, sin duda, descarrilaría uno de los supuestos clave para los siguientes doce meses y alentaría de nueva cuenta los riesgos estanflacionarios.
Sin duda es extremadamente complicado, si no imposible, pronosticar nuevos choques de oferta o eventuales episodios de aversión al riesgo que pudiera afectar, de nueva cuenta, a los determinantes de la inflación global. No obstante, lo que sí es posible es apuntar los factores que harían más complicado el anidar, transmitir y multiplicar nuevas presiones sobre precios.
En un primer caso, vale la pena recordar que estamos a punto de experimentar un entorno de debilidad económica y, por ende, de menor holgura en la brecha de producto (diferencia entre el nivel de actividad económica observada y su sendero potencial de largo plazo). Este entorno es usualmente más hostil a la potencialización de choques sobre precios en comparación con el mismo tipo de choque en tiempos de “vacas gordas”.
Al centro de dicha debilidad, nos encontraremos con un consumidor con menores ahorros, mayores deudas y una capacidad de compra mermada por más de un año de incrementos en precios de bienes y servicios. Por lo mismo, mucho más dispuesto a ajustar y reorientar su consumo, haciéndole la vida difícil a aquellos productores con intensión de traspasar una nueva ronda de alzas en costos de producción.
En este caso, sería mucho más probable observar ajustes en calidades, reformulaciones o costos de insumos, tales como el mismo trabajo requerido en la producción.
Desde luego, los recientes incrementos en salario mínimo en varias latitudes del globo son preocupantes desde un ángulo donde pudiera traducirse mayor inflación. No obstante, es importante reconocer que, en términos relativos, dicho potencial inflacionario podría ser menor para el siguiente año, de lo que lo fue para el anterior -considerando el entorno de debilidad económica anticipada. Esto estaría explicado a un menor margen de negociación ante un marco de deterioro en el mercado laboral (lo que podría reducir el potencial del “efecto faro”).
Trayendo a colación otro potencial riesgo inflacionario, el advenimiento de nuevos episodios de aversión al riesgo siempre tienen que ser considerados. Dichos episodios podrían promover nuevas presiones inflacionarias asociadas a la depreciación cambiaria. No obstante, y de nuevo en términos relativos, es muy probable que el ciclo de fortalecimiento del dólar ya no tenga vigencia el siguiente año, lo cual ayudaría a no potencializar aún más tales posibles episodios de debilidad cambiaria.
Los anteriores son sólo algunos factores que podrían hacer la diferencia respecto al año que termina. El punto es que el terreno ya no sería tan fértil para que nuevos choques inflacionarios equivalentes pudieran tener el mismo impacto sobre precios. Lo anterior no significa que los riesgos no están ahí, sólo se destaca que el entorno económico pesa y debe ser considerado.
Joel Virgen es economista del sector financiero con sede en Nueva York, EU. Sus opiniones son a título propio y no necesariamente representan las de alguna institución financiera internacional.