El primer aviso surgió en la tienda de rebanadas de pizzas. La condición de indigencia es lamentable y palpable en ciudades mexicanas, pero interactuar con un par de homeless dentro del restaurante, quienes junto a la caja registradora piden trozos de comida, no es una experiencia frecuente. No lo fue en Nueva York durante mucho tiempo.
Desde 2006 y principalmente por trabajo, he visitado la ciudad muchas veces. La pandemia interrumpió esa relación.
Para mexicanos criados en amorfas ciudades, Nueva York fue una oportunidad de testificar la práctica del orden ante la apariencia de caos. Pero algo se rompió.
Santino tiene casi 12 años y corre junto con su padre para rodear a pie la Glorieta de Cristóbal Colón, Columbus Circle, ubicada frente a una esquina del Parque Central. Su meta es entrar al centro comercial instalado a espaldas de la efigie del polémico personaje.
Este niño cumpliría un rito familiar esta Navidad de 2021 al comprar su primer rastrillo de navaja intercambiable, ahora que una mancha grisácea comenzó a aparecer debajo de su nariz y el regreso a clases amenaza a quienes cursan el primer grado de secundaria.
Su papá ubica bien la tienda. Hay que subir las escaleras eléctricas “vigiladas” por una de las dos estatuas antropomorfas de Botero que dominan el vestíbulo, subir al segundo nivel y voltear a la izquierda en donde The Art of Shaving exhibe navajas en calidad de joyería, junto a la tienda de Bose, esas bocinas que se conectan vía Bluetooth.
Los dos viajeros alcanzaron el punto, para enfrentar la decepción. Ni navajas, ni bocinas. Las dos tiendas cerraron definitivamente y en su lugar quedaron un par de locales vacíos.
Ustedes han visto la escena en México. Establecimientos cerrados por todos lados ante la inclemencia de la pandemia. Pero esto es Nueva York, en el mismo país en el que Austin exhibe abundancia y se erige como una nueva gran sede del capitalismo.
No es necesario hacer un gran análisis. Hay negocios cerrados por todos lados. Nueva York está en crisis… para quienes no pueden pagar un departamento.
Los que sufren son aquellos que dependen de un empleo en la economía de antaño, la tangible, la de pararse y atender presencialmente a la gente. Un artículo en The New York Times advierte que la ciudad solo ha repuesto seis de cada 10 empleos perdidos por la pandemia. https://nyti.ms/3qJTujc
Eso es una catástrofe en una ciudad en la que el derecho a un techo cuesta unos 3 mil dólares mensuales. Perseguidos por la inflación superior al 6 por ciento, se fueron los hotdogs de 2 dólares y las pizzas de un dólar están a punto de desaparecer. Es fácil explicarse la cantidad de personas que deambulan buscando en dónde evadir el frío. Muchos de ellos encuentran consuelo en la marihuana.
No recuerdo si las calles de Nueva York olían a algo específicamente, pero ahora hay garantía de aroma a combustión de cannabis en cualquier trayecto peatonal.
Comprar un carrujo requiere conseguir 20 dólares que pueden intercambiarse durante el día en plena plaza de Washington, en donde al pie de los edificios de la NYU, individuos despliegan pequeñas mesas en las que exhiben su mercancía.
El metro guarda registro de la pobreza para quien presta atención. En los trenes del Subway es posible ver a uno que otro neoyorquino con los pantalones embarrados de inmundicia, guarecerse y conciliar el sueño a una temperatura 20 grados más alta que en la superficie.
En las vías, junto con el resto de la basura, ahora son visibles agujas de aquellos que se inyectaron algo.
Se desdibujó la policía. Atacada políticamente, ahora muestra en sus patrullas calcomanías que prometen 10 mil dólares de recompensa a quien atrape a aquél que dispare a un gendarme.
¿Ha perdido New York su atractivo? Eso es difícil. Sus inmigrantes siempre crean pretextos para turistas, como ese barrio coreano que crece en la Calle 32 al ritmo de K-pop aderezado con dulces tés con leche y tapioca.
Pero la ciudad cambió y es más contrastante. La indigencia creció con una contundencia comparable con las poderosas y enormes “piernas” de acero del 270 de Park Avenue, en donde la gente de JP Morgan construye su nueva sede de 434 metros de altura.
Hoy los banqueros ganan más que nunca y nutren con sus dólares la cima de la economía en la ciudad más famosa. El resto de la gente debe esperar a que algo de esa abundancia caiga de los rascacielos a las calles, quizás por la vía del turismo que este año llenó finalmente cada banqueta. ¿Nueva York tiene esperanza? Nunca la ha perdido.