Merrick Garland, el actual fiscal general de Estados Unidos, ha pasado momentos difíciles en su vida profesional. Garland cumplirá 70 años de edad en noviembre, pero desde 2009 su nombre sonó fuerte como candidato para ocupar un escaño en la Suprema Corte de Justicia (SCDJ). De entonces a 2016, se produjeron dos vacantes en la SCDJ, pero las nominadas, y eventualmente confirmadas por el Senado, fueron Sonia Sotomayor y Elena Kagan.
A la inesperada muerte del ministro Antonin Scalia, un conservador radical, se produjo una nueva vacante en la SCDJ, y ahora, por fin, Garland consiguió la ansiada nominación del entonces presidente Barak Obama. Garland era un candidato de consenso, que hubiera logrado la confirmación sin mayor problema, de no ser porque ya era 2016, el último año del mandato de Obama.
El siniestro Mitch McConnell, líder republicano del Senado, anunció que Garland no sería considerado, porque el nombramiento lo haría el siguiente presidente. Fue una teoría audaz, que le funcionó a McConnell, aunque de paso violó la Constitución, que señala como obligación del presidente en turno llenar las vacantes en la Suprema Corte.
No pareció muy importante la controversia en su momento, porque la lógica indicaba que la elección sería ganada por Hillary Clinton y, con seguridad, ella mantendría la candidatura de Garland. Pero todos sabemos qué pasó. En los cuatro años de su mandato, a Donald Trump le tocó llenar tres vacantes, y con el Senado en manos republicanas, logró la confirmación de tres jueces rabiosamente conservadores, y además mentirosos, porque en sus audiencias los tres afirmaron que el derecho al aborto no sería tocado.
Pero volvamos a Garland. Fue, evidentemente, víctima de una injusticia mayúscula. Por ello, resultó perfectamente comprensible que el nombramiento que el nuevo presidente Joe Biden hizo para encabezar el Departamento de Justicia recayera en Merrick Garland. Su currículum jurídico es impecable, y es un hombre que seguirá la ley escrupulosamente. Dicho todo ello, Garland no es un político.
Después de la pesadilla de Trump y Bill Barr como fiscal (una especie de Gertz Manero gabacho), la administración Biden devolvió a su lugar los protocolos de distancia entre el Departamento de Justicia y la Casa Blanca, para evitar la impresión de que el Ejecutivo interviene en asuntos de impartición de justicia. Hasta ahí, todo bien.
Parte importante de restablecer el Estado de derecho es que quienes violaron la ley sufran las consecuencias. Y se ha puesto en entredicho la voluntad política del fiscal para llamar a cuentas a quienes violaron la ley. El comité investigador de los hechos del 6 de enero de 2021 ha presentado montañas de evidencia, que debían ser suficientes para presentar cargos criminales a docenas de personas, desde Trump para abajo. Pero Garland no actúa. Ahora, sabemos que las investigaciones que realizan los fiscales son secretas, y ni siquiera sabemos si se han presentado cargos ante un gran jurado.
Hasta ahora, hay muchos detenidos y hasta sentenciados por la toma del Capitolio. Pero todos, con la excepción de Steve Bannon y Peter Navarro, participaron físicamente en los disturbios. Los autores intelectuales y los operadores de todas las barbaridades de Trump no han sido tocados hasta ahora.
Es claro que Merrick Garland quiere mantener la apariencia de absoluta imparcialidad. Lo último que quiere es que parezca que está cobrando venganza por la cochinada que le hicieron en 2016. Pero se le puede estar pasando la mano. Hace unos días se filtró una carta que Garland envió a todos los fiscales federales de la nación, en la que reafirma que la política del Departamento de Justicia es no investigar ni proceder contra ningún candidato presidencial activo. ¿Será por eso que Trump buscará la candidatura?