Opinión Jorge Berry

El juicio

Si la argumentación de los abogados de Trump en el arranque del juicio de destitución ha sido lamentable, lo es más la aceptación absoluta de toda la bancada republicana.

El juicio de destitución de Donald Trump, presidente de Estados Unidos, finalmente inició el martes en Washington. Y comenzó con mucho más que el futuro político de un presidente en juego. Rápidamente, se convirtió en una prueba flamígera de la vigencia del sistema democrático estadounidense, 240 años después de su creación.

El juicio de destitución es el mecanismo más radical impuesto por la Constitución para contener a funcionarios de primer nivel (jueces, miembros del gabinete, vicepresidentes y presidentes) que exceden sus facultades, que cometen delitos o que no cumplen con las funciones básicas de su encargo. El mecanismo para lograr esto está fallando.

Los fundadores contemplaron la posibilidad de un presidente como Trump. Nunca confiaron del todo en la famosa "sabiduría del pueblo". Por ello, instalaron el peculiar concepto del Colegio Electoral, ideado como dique para una decisión popular, pero incorrecta. El Colegio Electoral dejó de ejercer su función hace tiempo, y ahora solo sirve como vehículo de distorsión electoral.

El otro mecanismo para someter a un presidente fuera de control es el impeachment o juicio de destitución. Y ahora, con este proceso en marcha sobre Trump, es posible que seamos testigos del deceso de la vigencia práctica del juicio, sacrificada en el altar de la lealtad absoluta, incondicional y francamente irracional, a un hombre y un partido.

La concepción original del juicio de destitución tomó en cuenta la falibilidad individual. Un hombre o una mujer, imperfectos al fin, pueden fallar, pero un grupo de 100 tendría la suficiente diversidad de opiniones e ideas para imponer la razón a través de una mayoría anclada en la realidad. Con lo que los fundadores no contaron, es con un Senado entero consumido por el poder como objetivo único, y si para conservarlo hay que permitir la imposición de un régimen prácticamente monárquico, pues entonces el asunto está justificado.

Si la argumentación de los abogados de Trump en el arranque del juicio de destitución ha sido lamentable, lo es más la aceptación absoluta e inobjetable de toda la bancada republicana que vota ciegamente apoyando la cascada de irregularidades y delitos cometidos por Trump y su pandilla. No se necesita ser abogado para darse cuenta de las trapacerías de Trump. Estamos hablando de un presidente cuyos colaboradores más cercanos van a dar a la cárcel con inusual frecuencia. Es el caso de Michael Cohen, su abogado personal y de Paul Manafort, su jefe de campaña. Otros más, con un pie en prisión: Michael Flynn, su primer asesor de seguridad nacional esperando sentencia, lo mismo que Rick Gates, segundo de a bordo de la campaña, y Roger Stone, asesor político de Trump. Una verdadera banda de pillos.

El sentido común pide a gritos conocer toda la información posible antes de tomar una decisión tan seria y trascendente como remover al presidente de la república, pero los senadores republicanos, escondidos tras una cortina de tecnicismos procesales, prefieren aplicar la operación avestruz y no enterarse de los hechos, cuando un gramo de sensatez los haría condenar a Trump. Y lo peor es que creen que esta postura les ayudará en el futuro, cuando lo probable es que, aun y cuando Trump conservara la presidencia por ahora, su futuro electoral no es halagador. Llama la atención la cantidad de predicciones de un triunfo trumpiano en noviembre. ¿Pasaron dormidos las elecciones intermedias de 2018? El rechazo del electorado a los republicanos fue clarísimo, propinándoles una derrota épica, que todo indica se repetirá en 2020.

Ojalá, porque la elección es el único otro mecanismo democrático que queda a los estadounidenses para preservar el sistema que los llevó a la hegemonía mundial, que hoy día se cuestiona.

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