Opinión Jorge Berry

El precio de la democracia

Trump despertó a los demonios del pasado estadounidense, ese pasado violento, arrogante y profundamente racista, comenta Jorge Berry.

Si bien es cierto que Estados Unidos salvó su primer gran obstáculo para conservar su democracia liberal como forma de gobierno al deshacerse de Donald Trump como presidente, no se puede asegurar que la guerra está ganada. El malestar social que aqueja a nuestro vecino va más allá de una figura polarizante con aspiraciones de autócrata.

Trump despertó a los demonios del pasado estadounidense, ese pasado violento, arrogante y profundamente racista. Y lo despertó porque convenció a los xenófobos que estaban perdiendo al país. Los cambios en la composición étnica de la población han modificado seriamente el control de los aparatos de gobierno, y con ello, el dominio del tradicional blanco anglosajón, que se considera como heredero y dueño natural del territorio.

Al sacar estos sentimientos a la superficie se alteró al avance, lento, paulatino, pero avance al fin, de la recomposición del pacto social estadounidense. Aunque hubo señales previas a la aparición de Trump en el escenario político público, no fue sino hasta su incendiario discurso de campaña, que comenzó a resultar aceptable adoptar en público posiciones extremas en asuntos de inmigración, acceso al voto, igualdad ante la impartición de justicia y otros temas importantes para grupos minoritarios.

Súbitamente, una parte del Partido Republicano decidió aliarse al extremismo trumpiano, y desde esa base, presionar a sus legisladores a participar activamente en los arranques presidenciales. Este fenómeno, aun con Trump fuera del poder, se sigue dando.

Parece inconcebible, y hasta ilógico, la pusilánime actuación de los senadores republicanos. Luego del ataque al Capitolio del 6 de enero, instigado comprobablemente por Donald Trump y cómplices que le acompañan, los senadores de ambos partidos estaban, comprensiblemente, asustados y enojados. Después de todo, la turba atacó pidiendo el linchamiento del vicepresidente Pence, quien estaba en funciones como presidente del Senado, además de la cabeza de Nancy Pelosi, la líder demócrata de la Cámara baja. Pero ya para este martes, a casi tres semanas del ataque, sólo cinco republicanos votaron para enjuiciar a Donald Trump en el Senado, luego de que los representantes le aplicaron el segundo juicio de destitución de su mandato, por su responsabilidad ante los ataques.

Por ello, será muy improbable que lo encuentren culpable en el juicio que comienza en dos semanas, puesto que se requieren dos terceras partes del Senado para un veredicto de culpabilidad. No parece haber los 17 votos republicanos necesarios. Es lo de menos.

Lo de más, es que el trumpismo goza aún de cabal salud en el Congreso de Estados Unidos, y retrasa el camino hacia la igualdad racial en el país. Mientras Estados Unidos no haga frente a su doloroso y despreciable pasado discriminatorio, siempre habrá caldo para oportunistas como Trump, que con una buena dosis de retórica, populismo y, sobre todo, mentira, capturó y no suelta a una parte del Partido Republicano.

Estados Unidos existe bajo un sistema bipartidista. Si uno de los dos partidos, en este caso el Republicano, no representa ya una opción atractiva de gobierno, la competencia democrática deja de tener sentido. Cuando sólo existe un partido hegemónico, los mexicanos sabemos bien qué pasa. No hay vacíos. Las opciones se radicalizan, y la violencia se vuelve cada vez más aceptable.

Por ello, los responsables del ataque al Capitolio tienen que pagar un altísimo precio por lo que hicieron. Empezando por Trump, pero también Giuliani, los hijos de Trump, los senadores republicanos Cruz y Hawley, y otros instigadores.

Veremos si la nueva administración Biden y, sobre todo, el fiscal general Merrick Garland, tienen los pantalones para cobrar el precio.

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