Jorge Berry

El Senado

Muchos piensan que la historia juzgará peor a Mitch McConnell, el líder republicano en la Cámara de Senadores, que al propio Trump.

Gran parte de la capacidad que ha tenido Donald Trump, presidente de Estados Unidos, para imponer políticas en busca de incrementar su poder y reducir los contrapesos naturales de una democracia funcional, reside en la mayoría que su partido, el Republicano, ha logrado mantener durante estos casi cuatro años en la Cámara de Senadores.

Muchos piensan que la historia juzgará peor a Mitch McConnell, el líder republicano de la Cámara, que al propio Trump.

Trump, quien nunca se ha distinguido por su inteligencia, actúa de manera visceral, como chivo en cristalería, para usar uno de los odiosos clichés. Acaba con las instituciones a machetazos. McConnell lo hace con un bisturí. Mientras las locuras trumpianas no afecten la capacidad del Senado de retacar las cortes federales con jueces conservadores, McConnell solapa los arranques coléricos del presidente, al grado de lograr salvarle la chamba en el proceso de destitución, donde se hizo todo, menos justicia.

El Senado, pues, ha sido el gran habilitador de Trump, sobre todo desde que perdió la mayoría en la Cámara baja en las intermedias de 2018. McConnell decidió echar por la borda cualquier precedente o norma no establecida en la Constitución, y así conseguir la confirmación de Amy Coney Barrett como jueza de la Suprema Corte, consolidando una mayoría de 6-3 a favor de los conservadores. Esto tendrá consecuencias.

El sistema electoral estadounidense prevé renovar una tercera parte del Senado cada dos años, de manera que cada senador sirve durante seis años. En esta elección, la gran mayoría de los escaños en juego tienen a senadores republicanos buscando reelegirse, y su mayoría corre serio peligro. ¿Por qué es importante? Porque si Trump logra robarse la elección y continuar al frente del Ejecutivo, requiere de la mayoría de su partido en el Senado para operar. Si los demócratas tienen el control de ambas cámaras, pueden congelar indefinidamente cualquier acción presidencial. Hoy, los republicanos tienen ventaja de tres escaños, 53 a 47. Los demócratas necesitan emparejar en 50 si ganan la presidencia, o ponerse arriba 51-49 si Trump es reelecto, porque el voto decisivo es del presidente del Senado, que por ley, es el vicepresidente en funciones.

Lo demócratas van a perder uno en Alabama, donde Tommy Tuberville, un exentrenador de futbol americano, desbancará al demócrata Doug Jones.

Por el otro lado, Colorado, Arizona y Maine están prácticamente perdidos para los republicanos. Necesitan los demócratas voltear otros dos, sin perder ningún otro. Probable, pero no seguro. En Michigan defiende su escaño el senador Gary Peters, quien va empatado en las encuestas con el republicano John James, veterano de guerra.

Fuera de ahí, los republicanos peligran en las Carolinas, Iowa, Georgia y, sorprendentemente, Texas y Montana. En estos estados hay empate técnico o ligera ventaja demócrata. El más visible de los vulnerables es Lindsey Graham, en Carolina del Sur, que va en empate técnico con Jamie Harris.

Contará mucho el resultado nacional de la elección. Si se produce la ola demócrata que las encuestas parecen presagiar, el Senado seguramente cambiaría de partido. Pronosticadores y casas de apuestas ponen a los demócratas favoritos para voltear el senado en una proporción de 60 a 40 por ciento

Trump, por su parte, ya ni se ocupa de los escaños del Senado. Está, en esta recta final, haciendo tres y cuatro mítines diarios, sin cubrebocas, sin sana distancia, y por donde pasa, suben automáticamente los contagios. Pero está desesperado, lo que no significa perdido. Falta ver a qué clase de artimañas recurrirá el día de la elección para buscar una justificación para declararse ganador, esperando que el resultado electoral llegue a la Suprema Corte. Una vez ahí, Trump piensa que ganará. Yo no estaría tan seguro.

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