Quien humilla lo hace con el fin de avergonzar, postrar, doblegar, rebajar, degradar, hacer sentir la superioridad de uno sobre otro; de forma pública, que haya testigos, que sirva de advertencia para que los demás se vean en una situación embarazosa y contengan conductas, cambien de ideas, desistan; el que humilla afirma su poder y degrada para socavar la integridad moral del humillado y comprometerlo socialmente.
De esto trata The Politics of Humilation, el libro más reciente de Ute Frevert, directora del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano, publicado por Oxford University Press, investigación magistralmente documentada sobre los actos de humillación que se practicaron (y practican) en occidente, desde el siglo XVIII hasta el día de hoy.
Aunque con referencias a otras culturas, la atención de la autora se centra en el mundo occidental 'desarrollado' en donde, a pesar de ser la región en la que surge la doctrina y la defensa de los derechos humanos es, paradójicamente, una zona en la que aún se practica ampliamente la humillación en la sociedad, en la escuela, en el hogar, en la política, en la diplomacia.
¿Cuál es el fin de avergonzar a alguien y qué efectos tiene? ¿Por qué las personas humillan a otros en público? ¿Por qué la humillación es generalizada incluso en sociedades que valoran altamente la dignidad, el reconocimiento y el respeto?
La respuesta a estas preguntas tiene que ver con el hecho de que el que humilla afirma enfáticamente su superioridad y su poder. Quien es humillado o avergonzado en público tendrá dificultades para restablecer su 'prestigio' y recuperar su 'derecho a ser respetado'. Cuanto más se humilla a una víctima, mayor es el sentimiento de poder del perpetrador y el ejemplo que tendrá en otros.
La humillación política que se practica en algunos países tiene una función muy concreta: distinguir entre los que están adentro y los que están afuera, los que pertenecen al movimiento y los que no, "estás conmigo o contra mí", se ha dicho.
La estrategia de polarización social tiene altos componentes de humillación que justo buscan lograr un efecto aleccionador para quienes manifiestan una opinión distinta al discurso oficial. En nuestro país, palabras como 'fifí' o 'conservador' se usan cotidianamente para estigmatizar a quienes manifiestan su inconformidad con las decisiones de gobierno.
Con estas acciones se busca inhibir el ejercicio de derechos y libertades. No son pocos los líderes políticos que han dicho ad nauseam que, quien opina distinto, lo hace porque forma parte de una conspiración, que va en contra del proyecto de gobierno.
En vez de debatir con argumentos, con datos duros, se humilla para amedrentar, para descalificar. Los actos que atentan contra la dignidad de las personas no pueden ser aceptados y menos aún si son instigados o provienen abiertamente de quienes detentan el poder.
Todos los días atestiguamos cómo los partidarios del régimen atacan a políticos de oposición, empresarios, intelectuales, periodistas, líderes de opinión, académicos o ciudadanos ordinarios que, por sus dichos, escritos, argumentos o razonamientos, son descalificados de manera tal que los 'marcan' públicamente para convertirlos en 'objetivos' de una furia irracional que se escuda en el anonimato de falsos perfiles. Todos los días vemos la agresividad con la que una voz discordante es tratada en las redes sociales.
Es por esta razón que son tan importantes los organismos para la protección de los derechos humanos (tanto los creados por el Estado como los de la sociedad civil) porque tienen una función social fundamental: combatir el poder destructivo de la humillación originada en el poder político, al oponerse a él con instrumentos diseñados para fomentar el respeto y proteger la dignidad humana.
La humillación como práctica política es inaceptable y más aún si ésta proviene de las esferas del poder.