Maurice Duverger, el autor de la teoría clásica de los partidos políticos, plantea que éstos pueden ser creados desde el exterior, como históricamente está probado con los partidos cuyo origen obedeció a las llamadas “internacionales”, principalmente de raíz socialista y comunista. Y en el interior tienen su origen en grupos parlamentarios preexistentes o en sus respectivos comités electorales de apoyo, o bien por impulso “de sindicatos, iglesias, sociedades de pensamiento o de antiguos combatientes”.
Entre los de origen parlamentario pudieran incluirse los partidos creados directamente por el gobierno, a veces de manera soterrada y en otras, abiertamente. Como fue este último el caso de la fundación en México del abuelo del PRI, cuyo anuncio de su nacimiento se hizo nada menos que por el presidente de la República desde la tribuna misma del Congreso en un informe presidencial. Otros, bien conocidos como satélites o paleros del gobierno, de los que sobran ejemplos en México, tuvieron el mismo origen gubernamental, aunque quizá menos descarado.
Pero la teoría de Duverger no incluye de manera expresa a los partidos surgidos directamente de grupos ciudadanos, que no sean “sindicatos, iglesias, sociedades de pensamiento o de antiguos combatientes”. Veamos un caso:
De acuerdo al cuidadoso recuento realizado por el historiador, Aminadab Pérez Franco, hace 83 años, los días 14, 15, 16 y 17 de septiembre de 1939, se reunieron en la Ciudad de México, procedentes de veinticuatro entidades del país, 272 ciudadanos. Los animaba el propósito de constituir un partido político, que también tendría la personalidad jurídica de asociación civil, por razones de mera previsión. Antes, a lo largo de un año, un grupo organizador había venido desarrollando los necesarios trabajos preparatorios, que fueron puntualmente atendidos. Nada se dejó al azar.
Reunió a aquel grupo el objetivo de ponerse de acuerdo en torno a un sólido cuerpo doctrinal de corte humanista, diseñar la estructura organizativa del partido que pensaban crear, deliberar sobre la realidad del país y elaborar un consistente programa de acción política, eficaz para la atención de los arduos problemas nacionales.
Hasta donde se sabe, nada igual había acontecido antes en la historia de México. Fue aquel un ejercicio edificante, en el doble sentido del término, realizado por ciudadanos distinguidos que gozaban de general estimación entre los vecinos de sus regiones de origen, muchos de ellos incluso con proyección en el ámbito nacional. Reconocidos, además, por su amplia preparación al tratarse de profesionistas de prestigio, con imagen y trayectoria personal respetables.
Predominaban, es cierto, los abogados, la mayor parte de ellos dedicados al ejercicio libre de su profesión. Aunque a su vez, casi todos también dictaban cátedra, estaban involucrados en actividades académicas, ejercían el periodismo de opinión, eran autores o traductores de libros de derecho y de economía, principalmente; presidían o habían presidido barras o colegios de juristas, algunos se desempeñaban como notarios públicos o habían hecho carrera en la judicatura, donde varios llegaron a ser o habían sido ya ministros de la Suprema Corte.
Pero no todos eran abogados. Había arquitectos, médicos, ingenieros, científicos, historiadores, geógrafos, físicos (de la talla de Valentín Gama y Pedro Zuloaga, por ejemplo), artistas, escritores, músicos, poetas, empresarios, todos ellos de gran prestigio y reconocimiento. Algunos de ellos habían desempeñado el cargo de rector de la UNAM, otros a su muerte pasarían a ocupar un lugar en las rotondas de personas ilustres de la Ciudad de México, de Jalisco y de Coahuila. Imposible mencionarlos aquí por su nombre porque la lista se haría interminable.
Pues bien, aquellos casi trescientos ciudadanos mexicanos discutieron con pasión y vehemencia, de manera enteramente libre y con muy alto sentido de responsabilidad los asuntos para los que habían sido convocados. Así lo acredita plenamente la voluminosa versión taquigráfica, buena parte de la cual fue publicada en 2009, de aquellas memorables cuatro jornadas.
El gran artífice de aquella formidable convocatoria ciudadana fue un mexicano ilustre, uno de los siete sabios de México, máximo constructor de instituciones, el legislador mayor de este país sin haber sido jamás diputado o senador: Manuel Gómez Morin.
Él fue quien invitó a aquella pléyade de compatriotas a una “brega de eternidad”, a sabiendas, dijo en la inicial asamblea constitutiva, que “aquí nadie viene a triunfar ni a obtener; que un solo objetivo ha de guiarnos: el de acertar en la definición de lo que sea mejor para México”.
Advirtió también Gómez Morin con absoluta claridad: “Que no haya ilusos, para que no haya desilusionados”. Así nació, hace 83 años, por los días de fiestas patrias, el Partido Acción Nacional.