Desde agosto de 1928, cuando se presenta una vacante en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de acuerdo al artículo 96 de la Constitución, corresponde al presidente de la República proponer al Senado a la persona que la ocupe. Como ocurre en el sistema norteamericano. Aunque con una diferencia importante.
Desde 1928 y hasta 1994 el Ejecutivo nombraba una persona por vacante, que sometía a la aprobación –por mayoría simple– del Senado. Éste disponía del improrrogable término de 10 días para otorgar o negar dicha aprobación.
A partir de 1995 el Presidente somete una terna por cada vacante a la consideración del Senado. Éste, previa comparecencia de las personas propuestas, designará por el voto de las dos terceras partes de los senadores presentes al ministro que deba ocupar la vacante. Lo cual tendrá que hacer dentro del improrrogable plazo de 30 días.
Con esa terna, en el Senado pueden ocurrir tres cosas: 1) Que designe al ministro, 2) no resuelva, y 3) decida rechazar a las tres personas propuestas.
Si se presenta la primera situación, el asunto queda resuelto. En el caso de la segunda, por la omisión senatorial el presidente designa al ministro de entre la terna propuesta por él. Y si ocurre la tercera hipótesis, entonces el Ejecutivo envía una nueva terna.
Respecto de esta segunda terna, la Constitución sólo contempla dos hipótesis: Que el Senado apruebe a una de las personas propuestas o que rechace a las tres. Si esto último ocurre, “ocupará el cargo de ministro la persona que, dentro de dicha terna, designe el presidente de la República”.
En el caso de la segunda terna, no se considera el eventual supuesto de que el Senado, por omisión, no resuelva. Se trata de una evidente laguna constitucional que, de presentarse en alguna ocasión, provocará un problema mayúsculo.
¿Es pertinente, razonable, que sea el presidente de la República quien someta a la aprobación del Senado, en terna a partir de 1995, para que sea éste el que apruebe a las personas que han de cubrir las vacantes en la Suprema Corte? En principio sí, aunque el sistema, copiado del norteamericano, debe ser objeto de adecuada afinación.
Dos reconocidos tratadistas de la Constitución han opinado sobre el punto lo siguiente:
Felipe Tena Ramírez, quien durante veinte años fue ministro de la Corte, lamenta que el Senado no cumpla adecuadamente la parte que le corresponde. Escribió al respecto: “El sistema que actualmente rige… ha responsabilizado al presidente de la República en lo que atañe a la idoneidad moral y jurídica de las personas que ocupen los cargos correspondientes, pues es bien sabido que el Senado… generalmente aprueba sin discusión alguna los nombramientos que extiende el Ejecutivo Federal” (Derecho Constitucional Mexicano, pág. 793).
Por su parte, Elisur Arteaga Nava ha opinado lo siguiente: “El presidente si bien puede proponer una terna, ello no es garantía de que hayan sido los mejores o idóneos juristas los que aparezcan en ella. Muchos abogados exitosos, según se ha visto, no están dispuestos a figurar en una terna en la que está de por medio su prestigio al no ser designados. En la práctica será difícil integrar una auténtica terna…”
Más adelante Elisur Arteaga agrega: “Los defectos del procedimiento quedaron en evidencia en la designación de los ministros actualmente en funciones, ella más fue obra de la oficina del presidente de la República, que responsabilidad de los senadores… (pues a éstos) en el caso de los miembros del partido oficial, las boletas que les fueron entregadas, contenían los nombres de los que debían ser ministros” (Derecho Constitucional, pág. 445)
El sistema sólo requiere de ciertos y precisos ajustes para que funcione y produzca mejores resultados. Y naturalmente para evitar se presenten casos tan vergonzosos como el de la ministra Yasmín Esquivel.