Juan Antonio Garcia Villa

Encuestas, debates y guerra sucia en las campañas electorales

Deberían formarse grupos de analistas y académicos para verificar que lo que dicen, opinan y proponen los candidatos corresponda al contenido de sus plataformas.

En las últimas décadas, las campañas electorales en México, en especial las presidenciales, han registrado algunos signos de evolución, que a veces pasan inadvertidos. En el pasado esas campañas consistían en el recorrido triunfal que a lo largo y ancho del país realizaba el candidato oficial. Éste, para todo efecto práctico, se sentía y de hecho actuaba ya como Presidente. Su estrella iba en ascenso y la de su antecesor en descenso. Era un rasgo distintivo del entonces llamado sistema político mexicano.

Esas campañas oficiales implicaban un brutal derroche de recursos públicos, cuyo uso ilícito a muy pocos –salvo a la verdadera oposición— parecía interesarles. Las veían como algo normal. Y además, en cierta forma necesario, porque el triunfo avasallador del candidato oficial se veía como un elemento de legitimidad, aspecto que el viejo sistema político apreciaba mucho.

Las cosas empezaron a cambiar a partir de la elección presidencial de 1988, que resultó muy competida. Desde entonces las campañas presidenciales dejaron de ser lo que hasta entonces habían sido. Y aparecieron las encuestas de intención de voto, los debates televisados, una mejor regulación de los procesos y las llamadas fake news, que forman –éstas– parte de la guerra sucia. Pero hace falta incorporar una importante práctica, que adelante se propone.

Hasta antes de 1988 las encuestas sobre preferencias electorales carecían de sentido, porque desde el destape mismo se sabía que el candidato oficial, por las buenas o por las malas, sería el triunfador. Cuando esto dejó de ser una verdad absoluta, aquéllas aparecieron en el panorama político.

Con el tiempo las encuestas electorales se han convertido, además, en una herramienta estratégica para engañar al votante. Esta función ha quedado al descubierto y de hecho comprobada, al aprovecharse como un instrumento para manipular, principalmente para infundir desánimo en sectores específicos del electorado, entre otros trucos.

Aparecieron también, al inicio como gran novedad, los debates televisados entre candidatos presidenciales. Momento estelar de éstos fue el de mayo de 1994, memorable por la formidable participación de Diego Fernández de Cevallos en aquel debate. Al principio estos debates no eran legalmente obligatorios, pero ahora sí, al menos dos en cada campaña presidencial. No siempre han resultado atractivos, porque lamentablemente han derivado en actos monótonos, acartonados, mera yuxtaposición de infumables monólogos. Este ejercicio debe cambiar no sólo para hacerlos interesantes sino de verdadero provecho para el votante.

Con la novedad ahora, en esta materia, de que la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, está poniendo una serie de requisitos inadmisibles. Que si tres son muchos debates, que si habrá mano negra en las preguntas, que si no le gustan los conductores. A leguas se nota que lo que quiere es no participar (como no quiso en el primer debate de 2006 su jefe y le costó varios puntos de los que traía de ventaja), o hacerlo de tal manera protegida, que su desempeño –que seguramente prevé pobre– no le haga perder votos. No existe otra explicación que justifique su actitud reacia.

Elemento nuevo en las campañas ha sido la creciente difusión de lo que se conoce como fake news. Los avances tecnológicos han favorecido el uso de esta arma innoble en el terreno electoral. Seguramente en las próximas semanas se verá acrecentada por la aplicación ahora de la inteligencia artificial. Esta es la verdadera guerra sucia y no necesariamente la campaña de contraste, que aunque dura y fuerte, no necesariamente es sucia.

Algo novedoso que merece ser impulsado sería medir en qué grado el discurso, las opiniones y propuestas de los candidatos son congruentes con el contenido de la plataforma electoral de sus respectivos partidos. Son estos documentos, que los partidos, por ley, están obligados a elaborar y aprobar conforme a su procedimiento interno, para cada proceso electoral y someterlo a registro de la autoridad en la materia, a fin de que luego sean puestos a la consideración del electorado.

Es importante que así como en las últimas campañas se han creado grupos de académicos y periodistas para verificar que lo que de los candidatos dicen u opinan sus adversarios corresponda a la verdad, para evitar la guerra sucia y desenmascarar a los mendaces, también deberían formarse grupos de analistas y académicos para verificar que lo que dicen, opinan y proponen los candidatos corresponda al contenido de sus plataformas y no sea producto de improvisaciones, oportunismo u ocurrencias, por tratarse –si así actúan-- de una evidente falta de respeto a los ciudadanos. Será de gran utilidad avanzar en esta dirección.

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