Han sido numerosas las evaluaciones que se han publicado sobre los primeros cien días del gobierno de López Obrador, que justo se cumplieron el pasado domingo. Es increíble la forma como el ejercicio evaluatorio de esos cien días se ha multiplicado. Nunca antes se había visto algo semejante desde que esta función evaluatoria, muy preliminar obviamente, se puso de moda hace alrededor de dos décadas.
Algunos de los que han echado su cuarto a espadas han señalado, con razón, que en realidad este gobierno no lleva cien días sino que se le han de contabilizar cinco meses más. Corresponden éstos al largo periodo de la transición que corrió del día mismo de las elecciones del año pasado, al día de la toma formal de posesión del cargo, el 1 de diciembre.
En el antiguo régimen, el previo a la alternancia del año 2000, sucedía exactamente lo mismo pero ocurría con discreción. Es decir, el presidente saliente tenía su poder ya muy mermado. Y el entrante empezaba a tomar con fuerza los hilos del mando. Todo sin ofender al saliente y sin alborotar la gallera. Así eran los rituales y las reglas no escritas del viejo priato. Naturalmente las nuevas generaciones no lo tienen presente porque no lo conocieron. Pero eran los mismos cinco meses de transición, de un presidente que no acababa de llegar y otro que no parecía irse. Y el periodo no se hacía tan largo, pero en la realidad sí lo era.
¿Qué tiene que ver lo anterior con los primeros cien días de López Obrador? Mucho, porque en esta ocasión el lapso que medió entre la salida de Peña Nieto y la llegada formal del nuevo presidente pareció una eternidad. Así fue por al menos un par de razones.
La primera, por la notoria ausencia para todo efecto práctico del ejecutivo saliente. Fue notoria la adopción de él y sus colaboradores de la conocida estrategia del avestruz. Creyeron sin duda que fue la mejor manera de salir bien librados.
La segunda y quizá más obvia: la fuerza de imperio con que López Obrador irrumpió en la escena política del país a partir de la noche misma del día de las elecciones. Parecía tener prisa por dar inicio a lo que trae en mente, y al mismo tiempo demostrar la legitimidad que le dieron en las urnas más de treinta millones de votos. El atropellamiento de las formas fue apenas un dato más de circunstancia, que muy probablemente al propio López Obrador le pasó inadvertido.
Antes de llegar a una conclusión cabe decir que resulta ocioso hacer aquí una evaluación más de los aspectos positivos y de los negativos del actual gobierno. Se han hecho ya de sobra. Con un dato interesante que bien vale la pena señalar: la notable coincidencia en la catarata de análisis realizados por los integrantes, digamos, más objetivos e imparciales de la comentocracia. Casi todos han señalado los mismos claros e idénticos oscuros, los mismos positivos y similares negativos, los mismos aciertos e iguales errores. Probablemente la diferencia sólo esté en el énfasis, en la magnificación de unos y en la minimización de otros hechos, decisiones y políticas públicas. Nada más.
Cabe entonces apuntar que si las cosas siguen una trayectoria lineal (que desde luego es muy posible que no), los cinco meses previos no evaluados lo único que van a provocar es que la luna de miel (bono democrático) llegue más pronto a su fin. Como bien se sabe, las lunas de miel no son para siempre. Tarde o temprano un día terminan. Sencillamente porque en condiciones normales el ejercicio del gobierno es desgastante.
Más allá del término cabalístico de cien días, de uno o dos años de gobierno, la clave estará en monitorear cómo intentará el nuevo gobierno prolongar la luna de miel, si con métodos irreprochables o por las peores vías. Porque ninguna luna de miel es para siempre.