Se sabe. La soledad les llega a los presidentes tarde que temprano. Realidad inevitable, el hombre del poder tiende a quedarse solo. Es regla política: poco a poco, los leales se cuentan con los dedos, son los que no tienen mucho futuro, porque los que lo tienen se lo juegan con otros. El presidente en funciones llega a ser pasado muy rápido, ya sea el día de las elecciones en que gana su sucesor o, a más tardar, el día que entrega el poder. Por eso hacen todo lo posible por retenerlo, designan a sus candidatos, quieren controlar las campañas, hacen y deshacen –o lo tratan– hasta el último día. Más allá de su periodo de gobierno, la adrenalina del poder, lo que los rodeó, su poder de decisión, todo entra en un acelerado proceso de disminución del que se dan cuenta y del que sobreviven a regañadientes con una institucionalidad aceptada a regañadientes.
Pero no se van solos. También se van otros compañeros de viaje que representan algo común: los presidentes de países vecinos o países llamados hermanos, como lo son los latinoamericanos. No en pocas ocasiones coinciden en periodos cuestiones ideológicas y generacionales. En el caso de López Obrador hablamos de una serie de personajes que ha llevado poca fortuna a sus países y con los cuales el presidente mexicano se ha sentido plenamente identificado. Se trata de personas con desequilibrios mentales importantes, ambiciones dictatoriales, demagogos de concurso, cuando no verdaderos criminales, como lo es Daniel Ortega, de Nicaragua.
López Obrador escogió de compañero de vuelo a Trump en vez de a Biden. Se ufana de su buena relación con el monstruo naranja que representa una seria amenaza para nuestro país. Hace poco, AMLO insistía públicamente en que le regresaran su cuenta (de Twitter) a Trump. ¿Para qué? No lo sabemos. A lo mejor le quería mandar un DM o algo por el estilo, pero es quizá el único mandatario que ha intervenido abiertamente a favor del orate norteamericano. También ha escogido a Nicolás Maduro, el dictador venezolano, caracterizado por llevar a su país a condiciones de miseria que ya son frase de referencia en el continente, o a Cristina Fernández de Kirchner, expresidenta argentina que hoy enfrenta una sentencia de años de cárcel; también escogió a Evo Morales, un hombre que terminó huyendo de su país en un avión que le envió el propio López Obrador.
Hace tiempo que el presidente mexicano abogaba incesantemente por su amigo Pedro Castillo, hasta el día de antier presidente peruano y hoy detenido por las autoridades de ese país. López Obrador se la pasa diciendo que la libre determinación de las naciones y respeto a la soberanía y cosas por el estilo, pero no ha dejado de meterse de manera constante en el asunto peruano. De nada le sirvió. La corrupción de Castillo y sus cercanos, la agitadísima política peruana que devora presidentes de manera insaciable –cosa de recordar el suicidio de Alan García, con la policía en la entrada de su casa lista para detenerlo, pero tuvieron que recoger el cuerpo de un muerto: “Dejo mi cadáver como una muestra de desprecio a mis adversarios”, escribió en su carta de muerte en 2019–.
Mientras López Obrador quiere asilar a Castillo, Lula, el brasileño, y Gabriel Boric, el presidente chileno, apoyaron la institucionalidad en Perú y no al expresidente. Enorme diferencia con el mexicano.
Cosas del poder: AMLO se va quedando solo, aislado con sus delirios en su mundo de fantasía. Lo empezó a aislar el exterior. Muy pronto comenzarán los suyos.