Tal y como mencioné el lunes pasado en la primera parte de este texto, la política mexicana está llena de incentivos para perder. En las contiendas internas de los partidos políticos para elegir candidatos los perdedores, en muchas ocasiones, se quedan con la mejor tajada bajo un esquema de simulado compañerismo, falsa nobleza y fingida unidad. Comenté el reciente caso de los nombramientos –por lo menos hasta el momento– como coordinadores de campaña de Santiago Creel y de Adán Augusto en los proyectos de Xóchitl y Sheinbaum, respectivamente.
En el fondo la cesión de cargos de relevancia a los perdedores tiene que ver más con amarrar las manos a quien se alzó con el triunfo que con las ganas de seguir creciendo y fomentar distintos liderazgos. De hecho, por una regla que no sé de dónde salió pero que imagino tiene que ver con bajar a quien crece –la cubeta de cangrejos que es la vida partidista–, los candidatos a la Presidencia, por ejemplo, al perder se van a sus casas, no les queda ningún cargo. En ocasiones se les toma en cuenta en el partido, pero prácticamente los hacen a un lado o esperan tres años para ser legisladores –el caso de AMLO en ese sentido es una excepción, y cuando se le iba a negar la oportunidad nuevamente se fue y fundó un nuevo partido, sabedor de que sería imposible lograr algo más en donde estaba–.
Imaginemos que Sheinbaum pierde –es el primer ejemplo que se me ocurrió, a saber por qué– y que es un resultado apretado pero suficiente. Todo el dinero que se le invirtió, la construcción de un liderazgo a nivel nacional, la campaña que hizo de casi dos años, la principal figura del movimiento, se tendrá que ir a su casa y esperar a ver qué decide para ella la burocracia morenista. No será el caso de Adán Augusto, de Noroña, de Velasco o de Monreal –incluso el enredoso de Ebrard si decide quedarse–, que serán legisladores, algunos por tres años, otros por seis. Ella a su casa. El caso de Xóchitl puede ser peor, pues Claudia por lo menos podrá colar en las listas a varios de sus allegados, gente de su equipo en el Senado y con los diputados; a Xóchitl no le dejarán poner ni el nacimiento de Navidad.
Nos quejamos de que los partidos no tienen liderazgos, que no hay nadie que pueda defender tal o cual asunto, alguien que sea conocido por la población. Salvo casos como el de Diego Fernández, el de Cuauhtémoc Cárdenas y el propio de López Obrador, poco queda de quienes han pasado por las contiendas presidenciales. Con la derrota viene el destierro del personaje. Así que a la amargura de la derrota, de ver la siembra sin cosecha, se aúna la negativa para ejercer un liderazgo que ya para el día de las elecciones suma millones, lo que nadie más en su partido puede tener (Meade, por ejemplo, tuvo casi 10 millones de votos). Todo eso a la basura por un diseño que en el fondo privilegia la derrota, premia más al perdedor que al ganador, al medroso que a quien busca un liderazgo. En otros países quienes contienden en las elecciones se convierten en líderes de sus partidos en el Legislativo. Tiene lógica, es la manera de seguir ejerciendo el liderazgo y de crecerlo o, en caso contrario, anularlo. Si los que hacen las normas de la política mexicana organizaran el Mundial, la copa la ganaría el quinto lugar.