Uno no sabe de qué se ríen los dos señores, pero así aparecen en las imágenes, sonrientes, de buen humor. Son el presidente de la República y el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García. Fue en una conferencia de prensa en la que no pudieron, o no quisieron, decir nada sobre la masacre de Minatitlán, pero mostraron que para ellos la sangre veracruzana se seca rápido. Nada tuvieron que decir sobre la tragedia, ni que a lo mejor a la gente le está dando por matarse en el estado, quizá sea una nueva costumbre prianista o algo peor: un lastre del neoliberalismo. Lo importante es estar de buenas y en plan chacotero, que para eso es el poder. Esa imagen de los dos sonrientes y felices gobernantes son las instantáneas que le siguieron a la masacre.
El presidente López Obrador decidió que era muy importante no afrontar la gravedad del asunto, sino darle un espaldarazo al bonachón de Cuitláhuac. AMLO dedicó un espacio de su interlocución para echarle flores al gobernador y decir que, sobre todas las cosas, era un tipo honesto. Qué bien. Y lo recalcó: ante todo es honesto. El presidente piensa –porque lo ha mencionado reiteradamente– que la honestidad personal es característica suficiente para gobernar bien, para ser eficaz en el manejo de la economía, para ser responsable en la formulación de políticas públicas y para manejar las estrategias concretas y exitosas contra el crimen organizado. Es una manera bonita de pensar pero equivocada. Si bien la honestidad debe ser una de las características del gobernante, la capacidad, la eficiencia, la rapidez para organizarse y la disciplina –entre otras– lo son también en igual medida.
Cierto que Veracruz después de una larga hilera de gobernadores sátrapas, requería de un gobernante honesto. La respuesta del electorado al gobierno de Duarte y al que le siguió de Yunes –un verdadero prianista en toda la extensión de la palabra– fue optar por alguien cuya principal característica es la señalada por el presidente. El estado merecía un cambio en ese sentido, pero la realidad también marcaba otras necesidades. La masacre de Minatitlán lo ha dejado en claro, nada dicen los responsables de las esferas del gobierno federal, estatal y municipal (todos ellos de Morena) y el gobernador corrió a esconderse tras la figura presidencial. Por supuesto que esto no infiere de ninguna manera que sean responsables de la matanza, pero sí lo son de la respuesta y de lo que sigue al crimen cometido.
Cuando se requieren diversas actitudes ante el miedo y la zozobra, no basta sacar la libreta de calificaciones. Se necesita la empatía y la responsabilidad. Que el señor Cuitláhuac García sea un buen hombre que a los cincuenta años seguía viviendo con sus papás puede resultar conmovedor –o patético, como se quiera ver–, pero luce poco claro respecto a las acciones para recobrar la seguridad en el estado. Que el presidente haga su chistín de siempre, ahora en la versión de que puede estar junto a Cuitláhuac y conservar la cartera, podría ser simpático para sus seguidores, pero reviste una falta completa de sensibilidad ante el drama que vive el estado.
No todos los honestos son eficaces, como no todos los eficaces son honestos. Pero es claro que para gobernar no basta con una cualidad. Cabe recordar la frase del juez y escritor alemán Bernhard Schlink: "Lo contrario del bien no es el mal, sino las buenas intenciones".