Uno de los avances indiscutibles de lo que el presidente López Obrador llama "la pesadilla neoliberal" es el ejercicio de la transparencia. La posibilidad de que los ciudadanos –marcadamente periodistas, académicos, investigadores– tengan acceso a la información de cómo y en qué se gasta el dinero público. Gracias a la transparencia se sabe de los grandes escándalos de corrupción sobre los cuales estuvo basada una buena parte del discurso de campaña del candidato López Obrador.
El Presidente no solamente detesta a los llamados neoliberales, también detesta sus logros –innegables al igual que sus excesos y errores– y particularmente lo que tenga que ver con prácticas de gobierno abiertas, modernas y democráticas. De ahí que su mirada destructora desde un principio se dirigiera a todo lo que significara autonomía del gobierno, resta del poder al Presidente y procesos que obligan a la transparencia del quehacer gubernamental.
Se entiende que los presidentes prefieran la opacidad a la hora de que se revisen sus decisiones. Democráticos o no, los titulares de los gobiernos preferirían que las cosas fueran como antes, que no se supiera casi nada sobre la manera en que deciden, el dinero que involucra, la gente implicada en las decisiones y los resultados de éstas. Pero que no les guste no implica que no deban ceñirse a los mandatos propios de una democracia moderna que obliga a la rendición de cuentas en el periodo del ejercicio de gobierno.
Andrés Manuel es un político del pasado, no solamente porque sueña en el país de hace décadas o acumula rencores centenarios o porque mantiene prejuicios bobos sobre nuestras desgracias nacionales. Lo es porque es refractario a cualquier cosa que signifique avance. Si por él fuera usaría el telégrafo y vería la televisión en blanco y negro. La transparencia y la rendición de cuentas deben permanecer independientemente de los pareceres del Presidente. Por eso se creó el Inai, para quitar la tentación presidencial de eliminar la transparencia y volver a la opacidad de negarse a ser evaluado seriamente, con datos, por la ciudadanía.
Harto de que aparezcan en los medios los sueldos y los gastos de su gobierno, así como el tipo de decisiones que toman sobre el dinero público –muchas de ellas verdaderamente escandalosas–, ha decidido desparecer el Inai para que no se publique lo que él no quiere. El Presidente ha dicho que mantener una estructura como la responsable de la transparencia es un gasto excesivo y que eso lo puede hacer el gobierno, concretamente la Secretaría de la Función Pública. Es claro que AMLO no entiende la necesidad de la independencia del gobierno de un órgano de esta naturaleza. Aunque hubiera al frente de la Función Pública una persona capaz y competente –que no es el caso–, nada tendría que hacer absorbiendo las funciones del órgano autónomo. Son áreas de competencia diferentes.
La embestida contra el Inai lleva oculta las peores prácticas de gobierno que ha vuelto a poner en boga la llamada cuatroté. Reservan por años cualquier decisión, no quieren informar, esconden lo que pueden, se niegan a dar reportes. Es el miedo a ser evaluados, sí, pero más que eso es el pavor a ser exhibidos como ineptos –por decir lo menos.
Ojalá el Presidente no logre su propósito de acabar con esa herramienta ciudadana. No lo dejemos. Ya vimos la importancia en el país vecino de ponerle límites a los presidentes. El Inai es uno de ellos.