Nuestro Presidente es un hombre pocas filias y muchas fobias, es una persona que vive en el pasado porque es temeroso del futuro. El presente le significa un espejo retrovisor, una plataforma para mirar atrás. Nuestro Presidente no es constructor, es demoledor; no transforma, destruye. Y digo nuestro Presidente porque, aunque muchos no estemos de acuerdo con él, es nuestro Presidente y también porque, muy a pesar de él, es presidente de todos los mexicanos, no solamente de quienes lo votaron.
Nuestro Presidente es un hombre habitado por el rencor. Predica el amor, habla del perdón, pero nada más lejos de la reconciliación que un odiador sistemático. Nada le gusta más que fustigar con el látigo de sus palabras a quien detesta. No tiene límites para el odio, no discrimina: lo mismo le da un periodista que un gobernador, un empresario que un académico. Lo importante es tener enemigos. Para él, no apoyarlo es sinónimo de traición al pueblo porque él se erigió en pueblo. No hay más ruta que la suya. Él trae el odio acumulado, el histórico. Nuestro Presidente no reconoce al diferente más que como enemigo, no encuentra fruto en el diálogo sino en la obediencia; para él hay dos tonos: la lealtad o la traición. Ahora agradece la lealtad, dentro de poco exigirá adulación. Nuestro Presidente, como dijera Rulfo, es un rencor vivo.
Nuestro Presidente es un hombre que se divierte con la humillación pública del prójimo. Negado para los actos de gobierno, nuestro Presidente sabe del poder de la plaza pública –espacio que domina– y es ahí donde lleva a cabo su mayor política pública: la aplicación del escarnio. Nuestro Presidente desprecia las leyes y su aplicación; para él la justicia sale de su palabra, de su dedo flamígero. Un señalamiento del Presidente basta para echar a andar esa rueda de la tortura que es la mofa pública y la amenaza del poderoso. Nada le satisface tanto como mostrar su poder de esa manera, que se le vea que ejerce con acusaciones, como alguien que estigmatiza, que indica quién es el enemigo de los débiles y de los marginados. Prefiere señalar culpables que encontrar soluciones. Nuestro Presidente piensa que en lo que en otros es atrocidad y salvajada, en él es justicia pura. Para él, su palabra es la ley.
Nuestro Presidente no es un hombre religioso, es un hombre puritano que se siente llamado a imponer una manera de vida, una forma de pensar y hasta de conquistar la felicidad. Para tal efecto hace pequeños manuales que deben ser la guía de vida para sus seguidores en los que él se erige como modelo moral. Nuestro Presidente no tiene un despacho de gobierno sino un altar, un púlpito desde el que predica el amor y la paz entre los suyos y fomenta el odio hacia los otros; desde su iglesia pone ejemplos, tritura personas, fomenta la burla, esparce el veneno, defiende corruptos, solapa delincuentes, extiende perdones, certifica conductas.
Nuestro Presidente es un hombre muy popular, es un hombre carismático. También es un hombre de pocos escrúpulos. Es una persona que manipula los resentimientos, agita las bajas pasiones, inflama las animosidades, aplaude el vituperio. Nuestro Presidente sabe tocar la llaga, salpicar de pus, dispersar la rabia, promover las afrentas.
Nuestro Presidente no ríe, suelta carcajadas siniestras para reforzar su desprecio a los demás. Nuestro Presidente nos pone a pelear porque no quiere la unidad, prefiere la división; no quiere el perdón, prefiere el odio, no importa si hay que traerlo desde hace siglos, él lo renueva pues su sed de revancha es insaciable.
Ese es nuestro Presidente.