A la generación de mexicanos que votamos por primera vez en 1994, año durísimo para la gobernabilidad de México, el acto del sufragio era más que novedad, una obligación. El charco de sangre por el asesinato de un candidato presidencial y el alzamiento zapatista, debían tener en el voto un dique para afianzar a la política como instrumento para encauzar de manera civilizada el conflicto y la tensión natural que toda democracia tiene.
La entrada en vigor del TLCAN como nuevo instrumento de crecimiento en una región a la que la realidad comercial y económica vincula a nuestro país, era otro motivo para fortalecer la vía electoral en la democracia. El partido hegemónico, aunque diezmado, logró afianzar con la oposición una serie de reformas electorales que profundizaría después diversos liderazgos políticos, entre ellos, el de Andrés Manuel López Obrador, como líder del PRD.
Ernesto Zedillo, sería mandatario con casi el 50% de los votos y México a seis años de la vibrante elección de 1988 lograba evitar un conflicto poselectoral. De la mano de un órgano electoral ciudadanizado la elección federal del 2000 permitiría la primera alternancia presidencial y un hito histórico, el partido que nació en el poder y para mantenerse en el poder por 70 años, perdió la joya de la corona. El pluralismo político en palabras de José Woldenberg “había colonizado al Congreso de la Unión” además de asentar a la alternancia en los estados de la república como un proceso natural.
Siguió la discutida elección del 2006 donde si hubiera existido el contrafactual triunfo del PRD, el presidente electo sería un mandatario de minorías frente al padrón electoral. El regreso al poder de más que del PRI de una facción del viejo partido en 2012, confirmó la alternancia y el ejercicio de gobiernos divididos: un presidente sin mayorías legislativas que desde 1997 el electorado decidió.
El 2018 el propio sistema político electoral que inició con Jesús Reyes Heroles en 1977 ofreció proteger la legitimidad del voto con el triunfo de López Obrador además de una mayoría en la Cámara de Diputados, por más discusión de una sobre representación de Morena con sus aliados. El sistema de partidos tradicional no alcanzó a dilucidar el tsunami de un movimiento como Morena, un partido acaudillado, sin sustento ideológico claro, más que la consigna de oponerse como reza la literatura de los estudiosos del poder en materia de movimientos “donde cabe todo, hasta las propias contrariedades”.
15 millones de mexicanos votaran por primera vez el 2 de junio y en un inclemente clima contra la democracia tienen el reflejo del Brexit en Reino Unido. La mayoría de los jóvenes no salieron a votar y la salida de Londres de las estructuras europeas las decidieron los votantes de la tercera edad. La bruma de una nostalgia de un imperialismo que era recuerdo y de un nacionalismo ramplón en el siglo XXI condicionaron el futuro de los jóvenes que nacieron en la cuna del parlamentarismo.
El mensaje de los que votamos por primera vez en 1994 a los que votarán el próximo dos de junio: las líneas universales de Borges, “la patria somos todos” y es imposible una democracia dirigida por un solo hombre o la de suscribir la liturgia de la simulación en la cosa pública que tanto ha dañado nuestro proceso democrático.
La cruda de millones de mexicanos fue pensar que la democracia nos resolvería los grandes desafíos nacionales más los que se acumulan en el devenir de los tiempos y de la propia estructura de un país diverso, contradictorio, plural y mosaico de naciones como es México. Sin embargo, sería peor debilitar la utopía democrática porque nadie lo puede solo, ni siquiera la vuelta a un poder presidencial omnipresente.
Un voto es quizá el único instrumento igualitario que tenemos frente a una desigualdad social abismal y a la falta de éste o de su intercambio por una dádiva lejos de producir ciudadanía crea súbditos. El voto no lo puede cambiar todo, pero da un mensaje, legitima al ciudadano, orienta, es signo de participación y no de apatía. Si por el voto han llegado varios sátrapas al poder como dice la historia, por un voto la democracia también se puede salvar y accionar sus anticuerpos.
La democracia está cortejada por los demonios de la plutocracia, por el inmenso poder de una kakistocracia (el gobierno de los peores), el veneno del dinero del narcotráfico y el crimen organizado contamina sus venas. Le urge crear una clase dirigente lejana a una burda élite en el poder que con su banalidad y simplicidad mina la investidura que transitoriamente ocupan.
A nuestra democracia le urge incluir y definir políticas de Estado que conjunten a todos más allá de gobiernos. La puerta para abrir un nuevo sistema de partidos en el 2027 será toral para una nueva época con retos mayúsculos donde recuperar al Estado no debería estar a discusión. La próxima aduana electoral federal será esa elección intermedia para los escaños de Diputados federales.
Actuar de manera determinante en una misión política que es resolver problemas, no crear nuevos ni incrementar los que están, se ha topado con una gradualidad de cambios que lejos de fortalecer la seguridad, educación o la salud son corresponsables por un retroceso en esos ámbitos. Una genuina democracia no permitía miles de ejecutados, una crisis pandémica que le arrebató a miles la vida por incapacidad gubernamental, una militarización como rendición del poder civil, la terrible realidad de miles de desaparecidos o millones de mexicanos que han salido de su tierra. Mucho menos permitiría una sola voz o la expropiación del concepto “pueblo” para polarizar y excluir.
A todos esos nuevos jóvenes les recuerdo en el realismo una frase contundente de Reyes Heroles “en política se elige entre inconvenientes”. Sin miedo a decirlo, el 2 de junio es la oportunidad para un grito que transite de la “democracia” entre comillas a la ¡Democracia! que aspiramos mexicanos de todas edades, tiempos y orígenes. El voto es una primera llave, jóvenes. Honremos lo mejor del pasado con saber construir un futuro desde un presente responsable. Hagamos épica.