El Globo

El fracaso del comunismo

El comunismo soviético, el experimento mundial más acabado o depurado en la historia del siglo 20, resultó un sistema impositivo, autoritario, absolutista.

A finales de 1991 fui asignado corresponsal para Noticieros Televisa y ECO en la República de Lituania. De las 15 repúblicas socialistas soviéticas, Lituania fue la primera en luchar por su independencia, romper con Moscú, sufrir las consecuencias –invasión armada de tanques y suspensión de suministro de gas y petróleo, entre otras– e iniciar un lento y sinuoso camino hacia la construcción de una república autónoma, independiente y democrática.

Fui testigo de primera mano de ese proceso, y del mismo experimentado por sus vecinas: Letonia y Estonia, y después Bielorrusia y la propia Federación Rusa.

Viví casi dos años en los estertores de la Unión Soviética, en su fractura y desmembramiento, y en el muy lento surgimiento de una nueva cultura política en esos países. Fue muy duro, no tenían la menor tradición democrática, no sabían siquiera cómo organizar discusiones y votaciones en su primer Congreso independiente. Los debates oscilaban desde la preferencia por un sistema parlamentario, republicano o con representación partidista, o por un sistema ejecutivo, presidencial; incluso se llegó a discutir una monarquía parlamentaria.

Asistí en Moscú y realicé cobertura al último Congreso de los Diputados del Pueblo, un momento histórico que retrataba la decadencia de un sistema incapaz de ofrecer a sus ciudadanos las menores garantías para la subsistencia. Ahí murió la Unión Soviética y se desintegró el mito igualitario y ‘libertario’ del sistema comunista.

El principio de igualdad, de abolición de clases sociales, de bienes distribuidos de forma equitativa entre la sociedad, resultó un mito gigantesco. Lo que generó en 70 años de comunismo soviético fue la pauperización de la sociedad. En efecto, cerca de 90 por ciento de la población vivía en condiciones muy semejantes, con poco acceso a bienes, con alimentos racionados, empleos designados desde la enorme burocracia estatal. El restante 10 por ciento pertenecía a los apparatchik, los burócratas de rango y cierta jefatura, además, por supuesto, de la cúpula elitista del partido y del Estado (2 por ciento de la población). Ellos tenían acceso a algunos privilegios, mejores viviendas, automóviles, alimentos de contrabando provenientes del exterior (vinos, quesos, carnes, enlatados).

El resto de la población vivía en condiciones de extrema limitación: leche y queso una vez a la semana, carne una vez al mes, pescado tres veces a la semana. Cobertura de salud, médica y hospitalaria extendida, burocrática y con largas filas –todo demandaba largas filas–, pero eficiente y de cierta calidad, excepto el grave problema de los medicamentos, que no había en la agonizante URSS.

La educación, de cobertura amplia y de calidad, con grandes y prestigiadas universidades a las que tenía acceso entre 15 y 18 por ciento de la población. La decisión de quién accedía a estudios superiores era del Estado; el tipo o perfil de estudios, trabajo y especialidad técnica también era del Estado. Un individuo tenía muy poco margen de decisión personal para prácticamente nada.

El Estado, una entelequia burocrática sin rostro ni el menor rasgo de humanidad, emitía disposiciones y órdenes extendidas a toda la población. Había que acatar y obedecer calladamente o enfrentar reprimendas.

Había sectores privilegiados: los deportistas olímpicos, especialmente los ganadores de medallas, eran declarados héroes y se les asignaban mejores condiciones de vivienda, salario, ingresos y racionamiento relajado. Los militares –los altos mandos, evidentemente– recibían igualmente prebendas y concesiones. Los científicos, siempre y cuando cumplieran en tiempo y forma todo lo que se les exigía, y finalmente los artistas de alto nivel, bailarines, músicos, directores, cantantes de ópera.

Además de ellos, sólo la cúpula del partido, los jefes de provincias e integrantes de los soviets –consejos provinciales–, así como la élite más elevada, los miembros del politburó.

El comunismo soviético, el experimento mundial más acabado o depurado en la historia del siglo 20, resultó un sistema impositivo, autoritario, absolutista; plenamente antidemocrático, donde los ciudadanos no decidían nada. Era una enorme prisión nacional, donde había restricciones de movilidad, viaje, libre expresión, propiedad privada, educación, iniciativa individual, pensamiento distinto. No se podía nada sin la venía del Estado, que en aras de ‘aplanar’ la sociedad y establecer condiciones de ‘igualdad extrema’, rechazaba y negaba toda expresión o iniciativa de negocio, comercio, servicio, mejora comunitaria.

Todo estaba en manos del Estado; el Estado lo era todo, lo decidía todo y lo imponía con extrema censura y autoritarismo.

El espejismo de la fraternidad universal, de la igualdad y la armonía era un mito insultante.

Poco crimen, muy reducida prostitución y casi ningún tráfico de sustancias ilegales. Los castigos eran aplastantes. Estos fenómenos se registraban de forma marginal en las grandes ciudades, San Petersburgo, Moscú, Minsk y Kiev.

Los sistemas socialistas europeos, nórdicos, con experimentos más exitosos para la nivelación y el equilibrio social, la reducción o eliminación de la pobreza, resultaron en los últimos 30 años modelos más inclinados a construir sociedades igualitarias.

El comunismo soviético, y los países en su órbita que decidieron seguir esa ruta, han probado fracasos estrepitosos: Cuba, Corea del Norte, Venezuela. Se transforman, como sucedió en la antigua URSS, en un enorme aparato de represión y censura para eliminar las libertades y suprimir los derechos individuales.

El caso de China es distinto. Si alguien piensa hoy en pleno siglo 21 que China es comunista, no conoce al mundo. China construyó una derivación única en la historia, donde mantiene un Estado poderoso, centralizado y controlador, pero abre la puerta al comercio, la industria, la propiedad privada y la sociedad de consumo. Algo que en la URSS nunca sucedió.

Para los extraviados que por estos días andan promoviendo un comunismo ‘mexicano’, entiendan con claridad que ése no es el camino. Nadie quiere un Estado totalitario en México, represor y controlador de libertades y derechos.

COLUMNAS ANTERIORES

Misiles y G20
Trumpistas mexicanos

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.