Mañana se cumplen 25 años de la trágica muerte de la princesa de Gales, Diana Spencer (de soltera), la llamada ‘princesa del pueblo’.
Diana se convirtió en un ícono, en una bocanada de aire fresco para la rancia y enmohecida monarquía británica. Desde aquellos años en que dábamos cobertura a sus historias, a su cercanía con los enfermos, a sus continuas batallas con la casa real por lograr pequeños espacios de apertura y de flexibilidad a la rigidez del protocolo real, se sabía con claridad del impacto que su presencia, imagen y sencillez tenían en la población del Reino Unido.
Diana representó una auténtica pesadilla para los encargados de medios y relación con la prensa de cada uno de los palacios (oficinas) reales, y para cada unos de los integrantes de La Firma, como se conoce a la organización corporativa que representa la familia real.
La princesa Diana, por su juventud e inexperiencia, por su ingenuidad y falta de preparación, terminó por convertirse en la cuña de la transformación. Y sería importante decir que, sin proponérselo, de forma consciente. Fue resultado de su búsqueda continua, de su cuestionamiento profundo acerca de su rol, su función, su combativa y, con frecuencia, áspera relación con los paparazzis, para tornarse después en una utilitaria y manipuladora relación con los tabloides.
Diana dominó el juego mediático, enviaba mensajes a su marido y después exmarido a través de las páginas de los tabloides que la seguían febrilmente. Manipuló y utilizó esa ventaja mediática para demostrar sus puntos, para fijar posiciones y, de paso, para enfurecer a su esposo que resultaba –casi siempre– relegado a páginas interiores.
Pero después de 25 años, de las múltiples crisis que vinieron después, Diana es vista hoy como una disruptiva figura de la familia real, que se atrevió a plantear una relación distinta con los ‘súbditos’ de su majestad.
Su legado impacta seriamente hoy en la forma en que sus hijos realizan su trabajo. En el estilo franco, sencillo, de cálida aproximación que ambos poseen, a pesar de sus diferencias de carácter y disciplina.
El príncipe Guillermo, hijo mayor de Diana y Carlos, príncipe de Gales, es hoy un hombre de 40 años, profundamente institucional, integrante esencial de la familia (número dos en la línea de sucesión al trono) y sobre cuyos hombros, su abuela la reina deposita no sólo confianza y responsabilidad, sino visión de futuro.
El príncipe Enrique siguió, tal vez, la orientación más independiente de su madre. Después de divorciada (1996), Diana construyó diferentes escenarios y perspectivas para su vida futura. Uno de ellos era justamente trasladarse a California con su pareja, el doctor Jashnat (cirujano de origen pakistaní), y vivir ahí por intervalos para poder ver a sus hijos en Inglaterra.
Otro era el convertirse en embajadora humanitaria de buena voluntad del Reino Unido, para llevar mensajes de paz, reconciliación, antiarmamentismo y antiminas a muchos rincones del planeta.
Enrique se separó, se independizó, no sin el costo respectivo, pero con la libertad en el rostro que tanto quiso su madre para ellos.
Para Diana, la batalla por su futuro rol la atrapó en los momentos de su trágica muerte en 1997.
El año pasado, sus hijos, ya distanciados física y emocionalmente por la forma en que Enrique rompió con la familia y se alejó acusándolos de racistas, se reunieron en Londres, en Kensington, para develar un monumento en honor a su madre, en ocasión del que hubiera sido su cumpleaños número 60.
Mañana, a los 25 años de su fallecimiento, no está previsto ningún acto oficial, más allá, tal vez, de algún comunicado por parte de sus hijos por separado. Enrique dijo ya, desde Estados Unidos, que nunca será olvidada.
Pero a 25 años de distancia, la figura de Diana sigue creciendo como la de una persona de origen aristocrático (hija del conde Spencer) casada con el heredero a la corona, destinada por ello a ser reina consorte en su momento, que tuvo la capacidad de entender el contacto y enlace con la gente de a pie, con los ciudadanos comunes y corrientes.
Entendió, después de década y media de formar parte de la familia real y de luchar interna e intensamente por un sentido personal, que su fama, su figura mediática, su sencillez frente a la gente, podrían servir de mucho más que saludar desde el balcón y cortar listones en inauguraciones.
Hoy el mundo le rinde tributo como un ser humano que pudo –en la muy limitada medida que le permitieron– romper el molde, salirse de la rígida estructura y atreverse a vivir una función real de forma distinta, significativa, solidaria y comprometida.