Contra toda petición, solicitud, incluso advertencia de Estados Unidos, de la Unión Europea y de múltiples naciones del mundo árabe, Israel decidió anoche atacar Rafah, al sur de Gaza, anunciando previamente una evacuación.
Es como decir, “vayánse a otra parte, porque vamos a bombardear”. Es un absurdo.
Ya no hay a dónde ir. Rafah representa la región más al sur de Gaza, justo en la zona limítrofe con la frontera con Egipto, que sistemáticamente –salvo breves e intermitentes excepciones– ha mantenido cerrada su frontera y recibido a grupos muy reducidos de refugiados palestinos.
En las primeras horas de la noche ayer, Hamás anunciaba que aceptaba una propuesta de alto al fuego. El gobierno de Netanyahu declaró que “estaba lejos de alcanzar sus demandas y expectativas”. Y lanzó un ataque aéreo.
El gobierno de Israel no ofrece alternativas a posibles vías de negociación y paz.
El primer ministro Benjamín Netanyahu pierde simpatías y apoyo interno aceleradamente. Algunas fuentes de medios internos señalan un nivel de aprobación de alrededor de 20 por ciento. Paupérrimo para el supuesto líder de la defensa de Israel en que pretende proyectarse.
La verdad es que la gravedad del conflicto ha rebasado las fronteras. Y no nos referimos a los eventuales ataques a Siria por misiles y cohetes disparados desde ahí en contra de Israel; o la tal vez única o eventual incursión en Cisjordania para buscar ‘terroristas’ o atacantes contra Israel.
El conflicto se ha vuelto local en Estados Unidos cuando miles de estudiantes universitarios han establecido amplias protestas en campus a lo largo de todo el país.
Columbia, en Nueva York, una de las primeras, se vio forzada a permitir el ingreso de guardias y militares para mantener el orden al interior de la universidad.
El New York Times afirma que la militarización no es la repuesta, pero son miles de jóvenes en California, Nueva York, Wyoming, Carolina y muchos otros estados que han enfrentado revueltas, protestas y mítines a favor de Palestina y en contra del gobierno de Netanyahu.
El presidente Biden tuvo que salir hace unos días a declarar que “todo ciudadano tiene derecho a protestar en Estados Unidos”, pero solicitaba evitar connotaciones antisemitas.
Y justo ahí está el problema. El antisemitismo se extiende una vez más por regiones y países, que ante la incomprensión o franca ignorancia de que Israel y los judíos del mundo no son la misma cosa, arremeten contra judíos americanos, europeos, latinoamericanos.
Ciertamente Netanyahu no ayuda con su ofensiva feroz, destructiva y sangrienta, que presta oídos sordos a toda petición de Washington o de Bruselas.
Pero los judíos de otros rincones del mundo no son responsables por un político extremista, radical y claramente bélico en Israel.
En México han aparecido también protestas. Aisladas, pero no por ello menos preocupantes. Una marcha por el Centro Histórico al principio de los ataques incluyó a los mercenarios de las manifestaciones: los sindicatos y particularmente electricistas, que venden por persona la movilización para protestar.
Los partidos políticos conocen bien esta dinámica.
Y la semana pasada, en Las Islas de la UNAM aparecieron pequeños grupos de manifestantes.
Pero el problema no está en las protestas, ojalá y alguien las escuchara e hiciera caso. El problema es un creciente sentimiento antijudío –evidentemente antisemita– que provoca nocivos efectos en grupos sociales.
Estudiantes judíos en Estados Unidos se sienten acosados, amenazados, amedrentados aunque sean americanos, mexicanos o europeos.
Y qué decir de la comunidad judía en México, ciudadanos mexicanos como cualquiera de nosotros, que practican la religión y cultura de sus mayores.
He conversado con algunos, y son profundamente críticos de las brutales medidas militares de Netanyahu que, lejos de resolver un problema, alimenta con furia transgeneracional el odio palestino a su pueblo.
Pareciera, podría sonar descabellado, que a Netanyahu y a sus jefes militares no les interesara concluir el conflicto, establecer un alto al fuego, exigir a cambio a los rehenes israelitas aún en manos de Hamás.
Apenas unas semanas previas a la invasión de Hamás y la respuesta de Israel, el gobierno de Arabia Saudita estaba muy cerca de otorgar el reconocimiento formal al Estado de Israel. Un hito histórico que representaba un paso trascendente en una hipotética y gradual normalización de relaciones. El estallamiento de la violencia, de ambos lados, no sólo puso fin a ese valioso acercamiento diplomático, sino que boicoteó por completo el posible avance hacia una vecindad respetuosa, ordenada y pacífica entre Palestina e Israel.
La historia descubrirá los secretos del conflicto, de la invasión y el boicot de Hamás a las relaciones árabe-israelíes. Lo sabremos en unos años, así como los secretos del propio Netanyahu al incendiar la confrontación. Pero en los hechos representa una regresión de por lo menos 50 años, a los puntos más álgidos e irreconciliables entre ambas entidades.
Los judíos del mundo son inocentes de las locuras y los excesos del primer ministro israelí.
Ojalá y los daños no profundicen las diferencias culturales, religiosas y políticas con las comunidades judías de muchos países.