El presidente de la República nos tiene acostumbrados, en estos tres años, a sus lecciones de moralidad. Con repetida frecuencia, lanza sus incendiadas diatribas en contra de quienes –empresarios, políticos, académicos o periodistas– a su juicio cruzan las líneas de una moralidad imaginaria para convertirse en personas inmorales.
El propio presidente es el juez, el fiel de la balanza, el gran rector de los límites entre lo moral y lo inmoral. Para él, por ejemplo, es una inmoralidad impresentable que el expresidente Zedillo, 22 años después de haber abandonado el poder, funja como consejero de Citigroup en Nueva York. No juzga inmoral que su candidato a embajador en Panamá, el historiador Pedro Salmerón, tenga una serie de acusaciones por acoso sexual en contra de mujeres.
Es inmoral a los ojos del presidente que los empresarios del ramo energético y concretamente eléctrico, inviertan en plantas, generen electricidad y la vendan al sistema de suministro eléctrico del país (CFE), dentro del marco legal vigente que otorgó esos permisos, impulsó esas inversiones y fijó las tarifas y los criterios de cobro. Todo, hay que decir, con la aprobación mayoritaria de la reforma del 2013 en el Congreso. Hoy los llama inmorales, conquistadores de segunda vuelta –a los españoles específicamente–, usurpadores de las tareas del Estado, ladrones al pueblo.
Pero no le parece inmoral que su gobierno otorgue contratos por más de 22 millones de pesos a empresas –guarderías infantiles en Sinaloa– ligadas al narcotráfico y a la operación de lavado de dinero que encabeza la familia del Chapo Guzmán.
La moralidad del presidente es de contentillo, se aplica de acuerdo a la coyuntura política, y con frecuencia, con un ojo cerrado a los excesos, abusos e inmoralidades de su círculo cercano.
¿Por qué no califica de inmoral las actividades en las cuales dos de sus hermanos recibieron dinero en efectivo de manos de grupos políticos y empresariales en tiempos de campaña electoral y en franca violación a la ley? Eso no es inmoral, es un acto de compromiso partidario.
¿Por qué no juzga con la misma mirada impoluta y santificadora a su secretaria de Educación, Delfina Gómez, quien descontó ilegalmente cuotas –diezmos– a los trabajadores del municipio de Texcoco, cuando ella ocupaba la presidencia municipal?
Eso no es inmoral a los ojos del presidente, porque esa funcionaria, en su obtusa comprensión, colaboró con la campaña a la presidencia y no se embolsó –él piensa– un solo céntimo. Quitarle dinero a los trabajadores de un municipio no es inmoral, porque contribuye a la construcción del monumento a su ficticia transformación.
La moralidad presidencial es de plastilina, se moldea y ajusta a las necesidades del momento.
No es inmoral que su entonces secretaria de Gobernación, exministra de la Corte, le diga en privado a un gobernador tramposo que su intento por violar la ley es perfectamente válido y legítimo.
No es inmoral que el presidente ejerza presión sobre la Suprema Corte para obtener fallos y dictámenes favorables a sus políticas.
No es inmoral tampoco que presida la Comisión Nacional de Derechos Humanos su amiga e incondicional colaboradora, quien en los hechos ha eliminado a la propia Comisión de la vida pública.
Decía Gonzalo N. Santos, el cacique priista potosino en formativa lección a su hijo –según sus propias memorias– que la “moral es un árbol que da moras”.
Esa es la moralidad en el alma priista de López Obrador, una que se adapta a la coyuntura política, que se aplica con rigurosa verticalidad cuando se trata de detractores o contendientes, pero que se hace porosa y flexible cuando se aplica a los propios, a los cercanos, a los aliados y amigos.
Dos gobernadores de su círculo cercano –Morena y aliados–, Cuitláhuac García de Veracruz y Cuauhtémoc Blanco de Morelos, fueron fotografiados en días recientes en reuniones con representantes de grupos criminales. Eso no es inmoral, es un ataque de los conservadores. De hecho mereció el respaldo del presidente: “estamos contigo, Cuitláhuac”.
El padre de la moralidad es un prestidigitador que engaña a la ciudadanía colocándose sobre el pedestal de una historia impoluta, cuando en la realidad es un político como cualquier otro, que ha tenido que pactar con el crimen, permitir abusos y excesos, cerrar los ojos ante la corrupción. A tres años de su gobierno, su fiscal consentido y leal colaborador, no tiene una sola sentencia por corrupción. Esa es la moralidad de este gobierno, la del discurso y la verborrea incesante.