El intenso debate vivido en las últimas semanas en torno a la extensión de la presencia del Ejército y la Guardia Nacional (uno y lo mismo) en labores de seguridad ciudadana hasta 2028, es una prueba irrefutable del fracaso en la política de seguridad pública.
Este gobierno se comprometió en 2019 no sólo con crear una corporación civil para la seguridad pública, sino además –es precisamente la ley y el artículo transitorio que acaban de modificar– que esas labores quedarían limitadas a 2024.
Mintieron. Fracasó el gobierno en su estrategia patética de abrazos y regaños maternos, a cambio de la retirada de las fuerzas del orden. Nadie combatió a los grupos criminales en los últimos cuatro años.
Existen escenas vergonzosas, registradas en video en múltiples puntos de la República Mexicana, donde efectivos del Ejército y la Guardia Nacional fueron amedrentados, perseguidos, desarmados y humillados por criminales locales.
La orden fue clara: no combatir, retirarse, evitar la confrontación, el arresto, el intercambio de fuego. Incluso bajo la vergonzosa condición de defensa vital. Si son atacados, replegarse, no responder.
Para los militares, los de verdad, no los generales esos tan inmiscuidos en política, que hacen discursos y van al cabildeo en las Cámaras del Congreso, esto es una vergüenza. Se preguntan, lo dicen en grupos cerrados y en pasillos: “¿entonces para qué estamos? ¿Cuál es nuestra función?”.
En los últimos cuatro años, según cifras oficiales del Secretariado de Seguridad Pública, México registró 130 mil asesinatos, con todo y Guardia Nacional.
En 2019 había 56 mil 125 efectivos de la Guardia Nacional y ese sólo año fueron registrados 36 mil homicidios.
Para 2021 (dos años después de entrenamiento, capacitación, despliegue territorial, táctico y estratégico) ya existían 90 mil 500 efectivos en la Guardia Nacional, y ese mismo año se registraron 35 mil 625 homicidios.
Es decir, las fuerzas de seguridad aumentaron en 60 por ciento, mientras que los asesinatos disminuyeron en menos de 3.0 por ciento.
Conclusión: fracaso absoluto.
Este modelo de seguridad militar ha demostrado ineficiencia e incapacidad para disminuir el sangriento impacto del crimen en la sociedad mexicana.
El Estado mexicano le ha fallado a la sociedad civil los últimos 20 años en cumplir el compromiso de formar, entrenar, capacitar a una corporación policíaca que proteja y defienda a los ciudadanos.
Ni este gobierno ni los anteriores han encontrado las soluciones.
El recurso fácil, lo inmediato e irresponsable, es entregar la tarea a los militares.
La demanda constante de gobernadores y presidentes municipales de llamar al Ejército y ahora, a la Guardia Nacional, para que resuelvan el desastre y la acción creciente de organizaciones criminales poderosas en todo el país, es sólo resultado de ese fracaso del Estado nacional.
No se ha construido la fuerza civil de seguridad ciudadana. Lo prometieron en 2019, el Senado votó mayoritariamente a favor de la conformación de la Guardia Nacional. Tres años después, no sólo estamos peor, hay más muertos, más sangre, más desaparecidos (registro oficial de Gobernación de 100 mil mexicanos desaparecidos, más 130 mil asesinatos, en el año cuatro, nos faltan dos más) apuntan a convertir a este gobierno en el más sangriento de la historia posrevolucionaria de México.
El Ejército no resuelve, porque no está formado para ello.
Si el argumento no es suficiciente, ahí están las cifras.
Los militares reviran, afirman “¡lo que pasa es que no nos dejan!”.
El argumento se desvance porque tienen los recursos –de sobra–, tienen a la Guardia en acción desde 2019, y las cifras exhiben una incapacidad sangrienta.
El voto del martes por la noche en el Senado demuestra no sólo a los senadores complacientes del gobierno: ocho priistas impresentables que se rindieron a la presión gubernamental y al falso debate del Ejército salvador, además de otros dos perredistas doblados ante la amenaza judicial.
Mientras México sigue esperando: 25 años de debate en torno a la profesionalización de las policías; recursos invertidos en cuerpos municipales; coordinación y equipos en centros de vigilancia (C4, C5) en todo el territorio; equipos, uniformes, armas. Y estamos peor que nunca.
Los senadores obsequiosos, los doblegados por el gobierno, optaron por “patear la lata”. Otros seis años hasta 2028, para volvernos a plantear las mismas premisas.
El Ejército no es policía ni lo será nunca. Su entrenamiento es diferente, su óptica es distinta, su concepción de los derechos humanos, ciudadanos, civiles y jurídicos, se subordina al concepto de orden, de disciplina y de obediencia.
El mayoritario Congreso mexicano, que es hoy tristemente una extensión subordinada al Ejecutivo federal, le falla al pueblo de México al legislar la postergación de una tarea vital que ha sido abordada de forma equivocada, ineficaz, probadamente fracasada.
A este Ejército mexicano, señalado hoy por su intervención –tangencial o marginal, aún no esclarecida suficientemente– en la tragedia de Ayotzinapa hace ocho años.
A este Ejército exhibido y denunciado como espía a políticos de oposición, a comunicadores, a empresarios, a líderes feministas y civiles de múltiples causas, a ese mismo Ejército, el Senado votó por entregarle el control total de la seguridad ciudadana nacional por cuatro años más.
Resulta una contradicción insultante al Estado de derecho.
Si los senadores hubieran actuado con auténtica responsabilidad, hubieran detenido el debate y la aprobación de una minuta facciosa y consecuente, para discutir a fondo la verdadera función que las Fuerzas Armadas han desempeñado los últimos cuatro años en el país, después del hackeo y la liberación de miles de documentos comprometedores.
El Ejército no resuelve la seguridad pública.