La Aldea

El barco tiene ratas... ¡húndelo!

Si la corrupción se extendió de forma generalizada a gobiernos y dependencias, combatirla no significa eliminar proyectos. Es necesario investigar.

Esta pareciera ser la premisa del actual gobierno. Por donde quiera que buscan o escarban, aparecen actos, contratos, acciones, esquemas relacionados con la corrupción.

En las empresas paraestatales, en los servicios públicos, en las concesiones o contratos, aparecen evidencias de corrupción por parte de los servidores públicos en asociación con particulares.

La corrupción, como ha señalado el presidente, se convirtió en bandera, mecanismo generalizado, práctica extendida en la anterior administración, a todos los niveles. Basta con revisar en detalle los reportes de la Auditoría Superior de la Federación para comprobar que, desde hace años, los señalamientos están sustentados en discrepancias y reportes claros acerca del mal uso o desvío de recursos.

Sin embargo, no es un problema privativo de la administración anterior; ahí están los estados gobernados por otros partidos, o la propia Ciudad de México y sus delegaciones de entonces, con múltiples señalamientos de corrupción. ¿Quién los ha perseguido, investigado, judicializado, sancionado? Nadie. Por años hemos arrastrado este problema con algunos notables 'chivos expiatorios', para dejar lección pública de que algunos son castigados por la voluntad política del poderoso en turno, no por la acción de la justicia.

El presidente López Obrador sustenta su lucha contra la corrupción en dos elementos esenciales: uno, su autoridad moral. Como él mismo se coloca por encima de los demás servidores públicos de la historia completa de México, porque asegura nunca haber cometido un acto de corrupción, su gobierno, acciones, decisiones y estrategias estarán, de origen, vacunadas contra la corrupción. El segundo elemento se desprende del anterior: el decreto. Por decreto presidencial se acaba la corrupción, porque el nuevo y honesto funcionario, elige, decide y ordena erradicarla por su autoridad superior.

Ambos elementos son ampliamente cuestionables, porque si bien la ética y la autoridad moral de un alto funcionario imprime –o pretende hacerlo– un sello de limpieza o transparencia a su gestión, no garantiza por ese sólo hecho que nadie más estará tentado o inclinado a cometer un acto de corrupción. Lo mismo sucede con el decreto, es literalmente absurdo, casi irrisorio. La corrupción no se acaba porque lo ordene nadie, ni siquiera Dios.

Este gobierno, en su cruzada anticorrupción que el país entero celebra, carece lamentablemente de una estrategia clara, precisa y sobre todo jurídica para hacerlo.

Se roban la gasolina de ductos y centros de Pemex, ¡cierren todo!

Las guarderías y estancias infantiles –algunas– tienen corrupción, ¡ciérralas!

El nuevo aeropuerto de Texcoco puede tener algunos visos, contratos, asignaciones o sobreprecios que podrían probar corrupción, ¡cancélenlo!

El gasoducto Texas-Tuxpan podría tener algún indicio de corrupción en el contrato, su construcción y precio, ¡rompan el contrato!

La premisa pareciera ser: "El barco tiene ratas… hunde el barco".

Una postura que conlleva graves consecuencias en muchas direcciones y con múltiples aristas. No sólo enviamos –como publicó ayer el embajador de Canadá en México– una pésima señal internacional de que México no cumple sus contratos, de que los viola y los rompe, sino que expulsa la inversión y siembra profunda desconfianza.

Si la corrupción se extendió de forma generalizada a gobiernos y dependencias, combatirla no significa eliminar los proyectos. Es necesario investigar, realizar auditorías, deslindar responsabilidades, abrir expedientes, proceder jurídicamente y limpiar los proyectos. Pero eliminarlos, cerrarlos, cancelarlos provoca un daño patrimonial, económico y social al país.

México necesita un nuevo aeropuerto, con las dimensiones y la envergadura del proyecto de Texcoco, no por fifí o por exuberante, sino por el crecimiento de la economía.

Las madres trabajadoras demandan el uso de las guarderías y albergues, no por un lujo, sino por la necesidad vital de poder trabajar para subsistir al tiempo que sus hijos están cuidados y protegidos. Es una prestación social esencial de un Estado que defiende el derecho al trabajo y a la mujer trabajadora.

El ducto de Texas-Tuxpan no responde a un capricho, sino a una necesidad económica, energética de abasto y suministro. No puede haber desarrollo y crecimiento sin infraestructura. Los ductos son el detonante de ese crecimiento.

Si hay o hubo elementos sospechosos en estos o en otros proyectos, que se deslinden responsabilidades y se castigue a los responsables. Pero no se puede sacrificar el crecimiento del país, el beneficio a quienes trabajan, porque hay datos confusos o contratos amañados.

El tema grave es que se ha desmontado el Sistema Nacional Anticorrupción que tanta batalla dio en las legislaturas anteriores. Nunca entró en vigor plenamente, herencia maldita del anterior gobierno. Pero el actual parece no tener la menor intención de instalar en el sistema judicial mexicano, mecanismos y herramientas para un combate institucional a la corrupción.

No basta con pregonar superioridad moral y recortar todos los presupuestos y centralizar la ventanilla de compras del gobierno. Hay que fincar elementos jurídicos sistémicos que corrijan una conducta política y social que se extendió como virus en México.

No hay que hundir los barcos, hay que limpiarlos, sanearlos, colocar mejores capitanes al frente. Pero no destruir lo que se ha edificado, porque el país entero pierde.

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