La Aldea

El costo de la democracia

Hoy el aparato electoral mexicano es confiable, es certero, es preciso y en muchos casos transparente.

A lo largo de estos casi 25 años de transición política o casi 20 años de alternancia en el poder, mucho se ha escrito y debatido acerca del modelo de financiamiento a partidos, el costo del aparato electoral en su conjunto y el elevado egreso para costear procesos electorales.

Muchos argumentos coinciden en señalar a la naciente e imperfecta democracia mexicana, como una de las más caras del mundo.

El mecanismo diseñado que consistía en utilizar dinero público para 'activar' a los partidos y a la sociedad civil a participar en política y fortalecer la democracia, obedecía en los años 90 al desmantelamiento del sistema de partido único o partido hegemónico en el poder. Contrarrestar su fuerza, la inercia de sus prácticas, remontar su enorme presencia y su cultura omnipresente y todopoderosa. Construir gradualmente la percepción social, civil, ciudadana, de que se podía derrotar al gigante que había gobernado por más de 70 años.

El otro argumento que daba sustento al modelo, era impedir que los grandes capitales provenientes de la empresa, de la iniciativa privada o también del narcotráfico y el creciente crimen organizado en aquellos años, fueran incapaces de imponer partido, modelo o candidato.

Sin duda, sirvió. Hemos vivido –a un elevado costo al erario de la nación– auténticas competencias electorales, locales y federales, hemos presenciado el surgimiento de fuerzas y partidos, así como de candidatos, para después reducirse al inevitable desgaste del poder. Hemos observado sonados triunfos de oposición haciendo realidad la alternancia sucesiva –PRI-PAN-PRD-PRI o PAN, etcétera– de partidos que van y vienen, pretenden renovarse, reestructuran cuadros y plataformas o renuevan candidatos.

Hemos aprendido en estos poco más de 20 años que los candidatos y su carisma, su capacidad de comunicación y de contacto con el electorado, juegan un papel predominante, que el partido refuerza y acompaña. Pero unos sin los otros, no son nada.

Por ello es vital un argumento para defender nuestro sistema electoral, nuestra naciente democracia. Si de algo estamos seguros en estos 20 años, es que unos ganan y pierden, según su desempeño en el cargo.

Hoy el aparato electoral mexicano es confiable, es certero, es preciso y en muchos casos transparente. Ha logrado evitar la sombra de duda por parte de la ciudadanía, ha intentado –a veces con éxito y otras sin él– resistir el embate de los gobernadores en turno, para manipular procesos y presupuesto. Con todo y eso, más de una vez, han sido derrotados esos que pretenden imponer a sus sucesores.

Hoy la fuerza política predominante en el Congreso federal y en la mayoría de los congresos estatales, pretende impulsar una reforma que desmantele de facto ese aparato de certezas y garantías. Pretende, entre otras cosas, desaparecer al Instituto Nacional Electoral y convertirlo en un órgano técnico que organice la logística de las elecciones, bajo el control de la Secretaría de Gobernación. Pretensión claramente regresiva y retardataria.

Pretenden, además, suprimir los OPLEs (Organismos Públicos Locales Electorales) que organizan, convocan, vigilan y auscultan los procesos electorales. Quieren desaparecer a los consejeros y disminuir el gasto público a partidos y organismos.

Bajo el argumento maniqueo del elevado costo –que conocemos hace casi 30 años–, hoy la dominante 'austeridad republicana' se usa como cortina de humo para dar un golpe mortal a la joven democracia mexicana. Nadie ha encontrado un mecanismo mediante el cual México gaste menos en organizar y validar sus elecciones. Nos ha dominado la desconfianza a lo largo de 20 años, que ha impuesto decenas de candados y contraverificaciones, muchas de las cuales elevan los costos.

Algunos quieren volver a los tiempos infames del partido único, del hegemónico en el poder, que lo controla y domina todo.

A favor de que se gaste menos. Se puede impulsar, como han dicho los consejeros actuales y pasados, el voto electrónico, la desaparición de boletas y urnas, la reducción en vigilantes y responsables de logística.

Se puede incluso que los partidos gasten menos, promuevan campañas cada vez más baratas y que se orienten a construir plataformas en redes sociales.

Lo que no se puede es desmantelar al INE, destruir los OPLEs, despedir a todos quienes han garantizado la más mínima credibilidad en elecciones pasadas. Es un golpe suicida a la democracia nacional.

Resulta muy rentable ante la ciudadanía, 'ante los pobres buenos del país', afirmar que cuesta mucho y hay que ahorrar. Pero no podemos desandar el camino en la construcción de instituciones sólidas, confiables, que responden a México y a la Constitución, no a partidos y fuerzas del momento.

Vergonzoso papel el de estos legisladores morenistas o petistas, que se autonombran falsamente demócratas, el de impulsar una reforma electoral que destruya el único garante de la democracia –ya que el Congreso parece extraviado o dominado–, el INE.

¡No pasarán!

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