La Aldea

La genialidad de AMLO

El gobierno ha tomado erráticas decisiones en materia económica, de seguridad, en salud, educación, en fortalecimiento de la vida institucional..., pero parece no pasarle factura a López Obrador.

A la luz del segundo año de gobierno, diversas casas encuestadoras, la nuestra en El Financiero, apuntan a que a pesar del desgaste de gobierno, el respaldo, la popularidad y la aceptación del presidente no se han derrumbado.

En dos años, del 78 por ciento de popularidad con que asumió el poder, al promedio de 60 por ciento –combinación de Democtecnia 57 por ciento, Mitofsky 59, El Financiero 63 por ciento– el presidente ha perdido 18 puntos porcentuales de aceptación entre la ciudadanía. Si hacemos el ejercicio comparativo con los primeros dos años de Peña Nieto, o los primeros dos años de Calderón, el desgaste y los números de respaldo popular son paralelos. Ambos expresidentes estuvieron a dos años, en los cincuentas altos o los sesentas bajos de aprobación. El tema sensiblemente diferente aquí son las decisiones y el resultado de esos dos primeros años.

El gobierno de López Obrador ha tomado erráticas decisiones en lo económico, en materia de seguridad, en salud, en educación, en fortalecimiento de la vida institucional, en consolidación de la democracia en México, en autonomía de poderes, en combate a la corrupción, en política energética. Muchos colegas han detallado estos días balances precisos de su gestión.

Hoy México tiene más pobres, menos salud, educación de más baja calidad, un Congreso sometido y subyugado a la voluntad presidencial, una Corte de Justicia infiltrada y vigilada cuya autonomía se ha visto gravemente disminuida, la peor generación de energía doméstica en décadas, el derrumbe –herencia acumulada de malas políticas, agudizada por una pésima administración– de Pemex, y agregue usted una gestión de administración pública entorpecida, retrasada, corrompida una vez más. En suma, como han señalado múltiples analistas, un sensible retroceso en la democracia de este país.

Sin embargo, parece no pasarle factura al presidente de la República. López Obrador mantiene índices favorables de aceptación pública –no los 71 que él afirma, pero una muy buena cifra que oscila entre 57 y 63 por ciento. Nada mal, de hecho.

¿Cómo explicar este fenómeno?

Una reciente encuesta en Tabasco a población abierta entre los damnificados de las inundaciones, población bajo el agua con pérdidas totales de bienes, cultivos y ganado, nos ofrece una pista. Al preguntarle a las víctimas si consideraban al presidente responsable, declaraban que no, y mayoritariamente, culpaban al gobernador.

Interesante, sobre todo porque dos instituciones descentralizadas del gobierno federal, la CFE y la Conagua, son responsables directas por la tragedia en Tabasco.

La población en general, esa que aún le sigue otorgando su respaldo y confianza a López Obrador, guarda una credibilidad superior a lo racional. Tienen una fe absoluta en que el presidente actuará correctamente, que tomará las mejores decisiones en beneficio de la gente. Difícilmente lo señalarán culpable de algún descalabro. Es como si estuviera blindado ante cualquier desatino –y mire que se cometen a diario– adjudicado a su gobierno.

La genialidad de Andrés radica en su capacidad de comunicación con la gente, en su hablar pausado, tropezado, florido en dichos populares que lo acercan más a la población que a la clase política que, desde siempre, desprecia y desdeña. Posee un hilo de comprensión casi epidérmico con la población de más bajos estratos sociales, con campesinos, con obreros, con población urbana humillada y ofendida por el dispendio de los ricos y los políticos. A ellos les habla, con precisión, con puntería, al construir la retórica de los desposeídos, de la venganza sin nombre de los que fueron despojados, arrebatados de derechos y tierras por abusivos personajes del poder.

Andrés Manuel es genial, como ningún otro líder en tiempos modernos –tal vez desde Lázaro Cárdenas– en comprender y actuar en consonancia con esas emociones.

A la cárcel con los abusadores –aunque no haya en la cárcel más de una o dos personas por desvíos o actos de corrupción–, basta de corruptos, se acabó la robadera, mi gobierno no podrá ser identificado como el de los ladrones. ¡Brillante!

Y déjeme intentar acercarme a una explicación: López Obrador toca fibras sensibles largamente pisoteadas, ninguneadas, enlodadas por la clase dominante de este país. Es el primero en poner por encima de todo a los pobres, aunque sea sólo discurso, porque en los hechos, su gobierno -y la pandemia- ha generado 10 millones más de pobres de los que había en 2018.

No importan las cifras, no importa la ciencia, ¡al carajo con las instituciones!, su instinto es más poderoso para entender al desposeído, al aplastado, al olvidado por la prosperidad rutilante del TLCAN. Más aún, mucho me temo, que no importan tampoco los hechos.

Más pobres, derrumbe de la salud, pésima educación en manos de sindicatos, electricidad y petróleo en poder de los talibanes de la 4T, esbirros abyectos como el líder de los diputados o de los senadores que se reconocen sus empleados, sus colaboradores, sus ujieres.

La pregunta clave para México en 2021 es si ese canal vital de comunicación entre el caudillo y su pueblo ¿es para siempre?, ¿es irrompible o inquebrantable?, ¿aguantará cualquier desgracia, debacle nacional, derrumbe del PIB, muerte masiva por enfermedad no atendida y no cuidada?

Aún está por verse.

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