México nunca ha tenido un auténtico compromiso social, moral, jurídico contra la corrupción. Desde la histórica frase de campaña de Miguel de la Madrid (1982-1988), "la renovación moral de la sociedad", que pretendía corregir los errores, excesos y nepotismos de la administración anterior, hasta la fecha, pareciera que combatir el fenómeno depende de la voluntad política del poderoso en turno.
En los años priistas se usaba como instrumento de persecución contra quienes se atrevían a desafiar la candidatura del que resultaba finalmente ganador. En los años del PAN y el inicio de la transición se anunció como el fin de los "peces gordos", que terminó en menos de una pecera de cristal con pececitos de plástico. Nadie cayó en investigación seria o sustentada.
Ya con Peña y el PRI de regreso, fue un desastre que terminó en una PGR acéfala, expedientes que se desmoronaron por sus inconsistencias y los emblemáticos casos –escandalosos– de Duarte y Borge.
Pero el viejo reclamo de un sistema jurídico instaurado para combatir de forma orgánica la corrupción de todos los colores y partidos, niveles y sectores, ha quedado tristemente en promesa.
Esta nueva administración tomó como bandera electoral el combate enérgico, frontal, transparente a la corrupción. El Presidente decretó con su sola palabra que la desaparecía del sistema político mexicano, por su voluntad, autoridad moral y convicción para desterrarla. La tesis de López Obrador consiste en que si los de arriba no roban, no exigen, no piden coimas y comisiones, el fenómeno desaparece, porque el resto de la administración –hoy ciertamente disminuida y adelgazada al extremo– se ve inhibida, vigilada, controlada.
Lamento disentir del Presidente, pero no se trata de –una vez más– la voluntad del poderoso. Este es honesto, rechaza la transa y los aparatos corruptores en gobiernos, alcaldías y organizaciones, pero ¿y los sindicatos?, ¿y las empresas que juegan a la comisión y los porcentajes por contratos?
Si el de arriba no pide, no garantiza que el de ventanilla no exija su comisión por el trámite ágil; si el alcalde otorga una licencia y vigila el proceso, no garantiza que los inspectores o supervisores no pidan "su moche"; si el superdelegado ahora –como acaba de aparecer estruendosamente el de Jalisco– reparte presupuestos y prestaciones, no tenemos la certeza de que no obtenga beneficios en negocios y propiedades.
Es complejo, por ello no puede depender de la buena voluntad, de la "autoridad moral", ni del llamado a la buena conducta.
La lucha contra la corrupción de todos los niveles, partidos, colores y estados, debe ser institucional, con órganos especializados en ello, con fiscales autónomos, con investigadores con facultades para acceder a cuentas, traslados, registros públicos de propiedad.
No es un tema de fiscales de hierro o funcionarios muy "sácale punta" en la Unidad de Inteligencia Financiera, que asumen como cruzada la limpieza del servicio público.
Hay una reforma aprobada desde el Congreso anterior, congelada ahora porque proviene del pasado, pero que establece los mecanismos para implementar un auténtico aparato autónomo para luchar contra este fenómeno.
Entre los muchos errores y excesos de la administración anterior, está de forma muy señalada no haber instalado e instituido esta Fiscalía especial con investigaciones en curso y autoridad moral a toda prueba. La dejaron a medias, incompleta, en papel pero sin cabezas ni presupuesto.
Alguna vez se lo dije al entonces presidente, que su gran legado podría ser impulsar una profunda y vigorosa Fiscalía Anticorrupción, que quedara como una institución a prueba de partidos, colores, presiones y poderes. Todos, sujetos al escrutinio de la Ley y del Estado de derecho.
No lo hicieron, tenían una amplia y larga cola que dejó un rastro que apenas conocemos.
Por mucho que el presidente López Obrador pregone sobre el tema, está en la misma postura que su antecesor: casos emblemáticos, fuegos de artificio. Los malos, los aliados a la mafia del poder, los opositores: la justicia al servicio de la voluntad política.
Seguimos sin un aparato con herramientas para combatir este fenómeno hoy, enquistado en la forma de obtener contratos, hacer negocios, proveer servicios a cualquier gobierno del país.
Si esta administración reproduce la lucha anticorrupción de De la Madrid, de Peña, del que usted diga, no habremos avanzado un centímetro, aunque se mencione como bandera y premisa de gobierno todas las horas de todos los días.
La Fiscalía General que persiga los delitos, que en este país abundan por el extendido clima de inseguridad que nos invade.
Se deberá poner en marcha, muy pronto, una Fiscalía Especial Anticorrupción, como señala la ley con ese propósito, archivada en los cajones de San Lázaro.
De lo contrario, pasaremos cinco años de discursos y promesas, sin avance jurídico, institucional, sistémico.