La Aldea

¿Le llegó la hora a los corruptos?

AMLO tiene una oportunidad histórica para sentar un precedente en México. Acabar, como decía él, con los chivos expiatorios y atacar de fondo el problema.

La historia reciente de México (40 años) demuestra que todo intento de combate a la corrupción institucional del poder, de los gobiernos, termina en un ajuste de cuentas entre grupos políticos.

Después de la escandalosa corrupción de que se acusó al gobierno de José López Portillo, nepotismo, la Colina del Perro (terreno y construcción regalados por Carlos Hank González, a quien por cierto nunca nadie investigó), el presidente siguiente, Miguel de la Madrid, encarceló a Jorge Díaz Serrano –director general de Pemex– por la compra nebulosa de unos buques tanque. Pero de fondo, había una animosidad política porque Díaz Serrano se había atrevido a aspirar a la candidatura que finalmente fue de De la Madrid. Se trató más de venganza política que de auténtica corrupción.

Si revisamos los casos posteriores en la historia, Zedillo y Salinas, Fox se fue en blanco con unos peces gordos que jamás fueron pescados, cada sexenio puso en práctica una escena para la opinión pública. Desde la 'Renovación Moral de la Sociedad' (1982-1988) hasta la 'Honestidad Valiente' en los tiempos que corren, cada administración ha 'intentado', 'pretendido' o 'simulado' un combate férreo y frontal contra este mal funesto que lo inunda y destruye todo.

Es muy reconocible que este gobierno se haya planteado como premisa central acabar con la corrupción. Lo aplaudo y felicito en toda su extensión. Ha sido, a mi juicio, un discurso reiterado que tiene poco verificativo en la realidad, con el muy endeble caso de Rosario Robles –ilegalmente en la cárcel– sin un solo cómplice, colaborador, autoridad universitaria de esa extensa red de desvío de fondos que fue la 'estafa maestra'.

Por decisión personal –como casi todo en su gobierno– el presidente optó por hacer a un lado el Sistema Nacional Anticorrupción. Todo el aparato jurídico para implementar un mecanismo permanente e independiente para investigar, perseguir y castigar la corrupción se quedó, como la dejó el anterior gobierno, en la charola de pendientes.

No sólo la corrupción de servidores públicos, sino también la de empresas y empresarios, que representan el componente indispensable para contratos, negocios y desvíos.

Al país le siguen quedando a deber los gobiernos de la transición democrática, que prometieron erradicar el mal endémico heredado del rancio priismo. Ninguno fue ejemplar en este sentido, ni por combatirla ni siquiera para neutralizarla al interior de sus equipos y gobiernos.

El caso estelar lo ocupa sin duda la administración de Enrique Peña Nieto. Los priistas regresaron al poder, con la inverosímil segunda oportunidad histórica, y volvieron con un hambre de recursos y contratos que los 12 años del panismo les habían arrebatado, según su propia lectura.

La corrupción gubernamental de 2012-2018 fue sin precedente. Comisiones por servicios, contratos que venían del 12 al 15 por ciento, escalaron al 30 por ciento. Socios aparecidos para formar alianzas de la nada con inversionistas extranjeros, surgieron en no pocos casos.

Materia para investigar no falta, la gran pregunta es si ahora sí se realizarán investigaciones en serio, persiguiendo delitos y no personas, siguiendo el curso de pistas y cadenas de corrupción que conducen a auténticos sistemas de evasión, defraudación y lavado de dinero.

La corrupción se convierte en fenómeno social desde hace décadas, porque no es obra de un individuo sólo; se trata de redes, sistemas que desvían, comisionan, blanquean, realizan escrituras, firman contratos, se convierten en fedatarios de obras y servicios inexistentes.

Una auténtica lucha contra la corrupción significaría desmantelar esos entramados aparatos para apropiarse de bienes públicos y su conversión en fortunas privadas.

Nunca en México ha existido la voluntad política, la convicción ética, la fortaleza institucional para perseguir y acabar con este delito. Por lo menos, con las redes evidentes de complicidades privadas y púbicas. César Duarte no actuó sólo. Fundó su banco con dineros públicos, se autoprestó dinero, se hizo de tierras abundantes y extensas por el poder de su cargo y el presupuesto del erario, hasta presa se construyó en sus propiedades. Para lograrlo, necesitó de cómplices, entre abogados y notarios, contadores, oficiales mayores, auditores que desviaron la mirada o cobraron una comisión. Perseguir a las cabezas de dichos delitos, es apenas la punta del iceberg, porque los otros, los funcionarios menores y ocultos, seguirán ejerciendo la misma práctica criminal aunque por montos y botines menos llamativos.

AMLO tiene una oportunidad histórica para sentar un precedente en México. Acabar como decía él con los chivos expiatorios y atacar de fondo el problema. Que paguen los que cometieron crímenes contra la nación, contra el presupuesto del país, pero que se haga con seriedad, con investigación imparcial y con evidencias irrefutables, que se persigan todas las redes, no sólo a las cabezas evidentes.

Si este nuevo capítulo queda en eso, en la sola acusación de dos o tres ministros, un par de gobernadores y punto, seguiremos en lo mismo. Ajuste entre grupos políticos, uso de la justicia para beneficio del poderoso en turno, vago cumplimiento de promesa de campaña, que se queda trofeo de vitrina, sin que se haga justicia de fondo.

Si juzgamos por el caso Robles, no hay mucho que esperar de esta Fiscalía y de este gobierno. Ella no actuó sola si fue acaso, no hay sentencia de un juez, responsable del desvío de los miles de millones de la 'estafa maestra'.

COLUMNAS ANTERIORES

Guerrero arde
Ocultar los fracasos

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.