México es hoy un país mucho más polarizado que lo que era apenas hace cinco años. El enfrentamiento de posturas políticas, la creciente brecha que las separa y la ferviente pasión que despiertan entre facciones irreconciliables son evidentes. Basta asomarse a las redes sociales, leer los periódicos o escuchar los programas de opinión de la radio y la televisión. Cada vez son más aquellos que optan por descalificar y menos quienes aprecian los matices y valoran el consenso. El proceso electoral de este año solo puede profundizar la división existente.
Aunque se pueda debatir acerca de las causas primordiales de esta polarización, es innegable que el presidente López Obrador la ha alimentado deliberadamente. Desde el atril de ‘la mañanera’, el presidente ha elegido separar, dividir y polarizar: por un lado, él y sus seguidores; por otro, los conservadores, neoliberales, fifís, mafiosos o corruptos, utilizando algunos de sus epítetos. Y lo ha hecho sin reservas, ya que, para él, esta división no es simplemente política, sino también moral, entre buenos y malos. En su lógica, marcar esta diferencia no es algo por lo que alguien deba disculparse, sino más bien motivo de orgullo.
Más allá de las causas o las motivaciones, están las consecuencias. Basta con observar lo que ha ocurrido en otros países para constatar cómo la racionalidad se ha visto consumida por el ácido de los fanatismos. Ahí está, por ejemplo, Estados Unidos, donde las diferencias políticas se han vuelto cada vez más personales: los más conservadores y liberales no solo tienen visiones opuestas de la historia y posiciones ideológicas irreconciliables, sino que además se desprecian mutuamente y evitan vivir, socializar, emparentar o relacionarse de cualquier manera.
No pocas veces hemos visto cómo este rechazo desemboca en violencia. Ahí está la insurrección del 6 de enero, pero también el aumento en los casos de ataques violentos de supremacistas blancos, milicias antigobierno y otros extremistas de derecha, que en alguna medida ha sido replicado por grupos anarquistas, antifascistas y similares de izquierda (Pushed to Extremes, CSIS, mayo 2022).
México no se encuentra, al menos no todavía, en esa situación. La polarización no se ha convertido en una guerra cultural o de supervivencia, como se percibe en Estados Unidos. En México no estamos ante una batalla moral sobre aborto o homosexualidad, ni se discuten derechos, privilegios o falsas supremacías raciales, ni tampoco se debate la identidad nacional y los ‘peligros’ de la inmigración, solo por mencionar algunos temas que alimentan la polarización allá.
Y, sin embargo, los datos de encuestas muestran que la polarización no solo existe en las redes sociales y en la opinión pública. En 2019, Consulta Mitofsky ubicaba en los extremos ideológicos (los puntos 1 y 10 en una escala del 1 al 10) a 16 por ciento de los encuestados. En contraste, una encuesta digital de TResearch realizada en este mes coloca en ese espacio a 32 por ciento de la muestra. Así lo ha documentado, en este mismo espacio, Alejandro Moreno (“¿No hay polarización?”, 26 de mayo de 2023), quien además ha evidenciado que lo que más polariza en estos momentos no es tanto la ideología sino las posturas a favor y en contra de la 4T.
Más preocupante es el hecho de que la polarización política ya comienza a reflejarse en un creciente rechazo personal entre aquellos que no comparten posiciones políticas. En su reporte de 2022, el V-Dem Institute, dedicado al estudio cuantitativo de la democracia, muestra cómo América Latina es la región en la que más ha crecido el sentimiento de rechazo a interactuar personalmente entre quienes están en bandos políticos opuestos. México no escapa a esta tendencia (“Resistencia frente a la autocratización”, 2023).
En el mismo sentido, la encuesta de TResearch también revela que el porcentaje de mexicanos que dice que es muy probable que aceptaría como pareja o consentiría que su hijo o hija se casara con quien tuviese una ideología política opuesta es hoy menor que el que opinaba así apenas en 2019. Por otra parte, mientras en ese año el 30 por ciento de los encuestados afirmaba que las personas son malas o buenas dependiendo de sus posturas políticas, hoy el 40 por ciento piensa de igual manera. La tendencia es clara y preocupante.
El peligro de impulsar este proceso, como sucede a diario, radica en la posibilidad de terminar con un país dividido en dos, donde la polarización política arraigue profundamente en la sociedad, defina identidades y condicione las relaciones interpersonales. De ello no puede derivar nada positivo, especialmente en el marco de una elección presidencial en la que cada facción insiste en que respaldar al adversario equivalga a una suerte de suicidio colectivo. Si esta espiral persiste, como hemos visto en otros países, la transición de la división al conflicto y, eventualmente, a la violencia, es un riesgo que no puede descartarse.