No es exagerado afirmarlo. Cada vez hay más consenso de que no ha habido desde Hitler otro líder mundial con tanta capacidad de daño a los principios de la civilización, el orden mundial y el respeto. Afortunadamente, hoy esa amenaza se puede diluir si pierde la elección presidencial en Estados Unidos. Ojalá así sea.
Desafortunadamente, Trump sólo es el síntoma de un problema más profundo que corroe a amplios segmentos de la sociedad americana: polarización, temor por el cambio, enojo por el estancamiento de oportunidades, rechazo a la globalización, discriminación palpitante y una clase política que ha roto tradiciones de autocontención, respeto y decencia.
Si Trump pierde hoy, su capacidad de daño y de provocación se diluyen, pero la furia de los perdedores estará ahí para sabotear a los nuevos inquilinos de la Casa Blanca y el Capitolio. La guerra cultural, política y legislativa que padecieron tanto Bill Clinton como Barack Obama son reflejo de la polarización que se empezó a engendrar desde los años sesenta y setenta del siglo pasado.
El sistema político americano requiere una reforma profunda, pero muy difícil de lograr. Sorprende que después de la crisis electoral de 2000, cuando Al Gore ganó el voto popular, pero perdió la elección frente a George W. Bush, se haya hecho nada para corregir grandes defectos operativos y estructurales. Por ejemplo, deficiencias de su sistema de administración electoral que dan pie a que Trump acuse fraude electoral; o bien, la discrecionalidad de los modelos para identificar votantes que generan exclusión; o la falta de restricciones para controlar el gasto excesivo de campañas. O el cinismo que rodea la práctica del gerrymandering para trazar distritos electorales con sesgo político.
Por mucho tiempo Estados Unidos presumió de ser la democracia más longeva y estable del planeta; pero ahora las grietas se asoman y vemos que detrás de esa careta se esconden graves deficiencias. Un sistema que había sido estable pero que estaba anclado al pasado y saboteado por políticos que quieren mantener el statu quo; presumen ser defensores de los padres fundadores –de ahí su renuencia a modificar asuntos estructurales como el Colegio Electoral– pero incapaces de construir una democracia más funcional para el siglo XXI.
Hasta hace algunos meses pensaba que para el interés estratégico de México era mejor que Trump se reeligiera. Tanto Peña a través de Luis Videgaray como AMLO vía Marcelo Ebrard habían invertido una buena dosis de paciencia para domar a la fiera y contener sus instintos incendiarios en contra de México. Lo hicieron con astucia y perseverancia. Pero el daño moral de una segunda presidencia trumpiana para el mundo en su conjunto exceden cualquier beneficio parcial que México pudiese obtener.
Si Biden triunfa, el presidente mexicano perderá un aliado en Washington. Pero México ganará porque habrá mayor impulso a las energías renovables, a la agenda de derechos humanos y un mayor contrapeso a decisiones unipersonales de López Obrador que afectan el interés público en materia energética.
Si Trump pierde, habrá un alivio de que la política de la provocación y la mentira pueden ser combatidos y desterrados. Habrá nuevamente esperanza de que la decencia y la autocontención en democracia siguen siendo atributos valorados por la sociedad. De que la bravuconería debe ser exhibida, vilipendiada y castigada como una expresión vulgar de la demagogia y el populismo.