La pandemia por el Covid-19 se acercaba lentamente como una imponente nube negra que nos alcanzó y envolvió en un futuro de consecuencias insospechadas y catastróficas. Estábamos a unos días de la celebración del Tianguis Turístico 2020 que se llevaría a cabo en Mérida. A seis meses de que la nube cubriera la totalidad de nuestro territorio y de que el Tianguis se pospusiera en dos ocasiones, hoy empieza el cielo a disiparse de forma discreta, dejando pasar los primeros rayos del Sol.
No fui invitado pero quería ser testigo: la llegada de los primeros turistas, las nuevas medidas sanitarias, la expectativa de todos los que dependen de ese atractivo milenario: Chichén Itzá abría sus puertas por primera vez desde que el virus nos asoló.
En un inusual horario antes de que el Sol saliera, el despertador suena y me obliga a despegar los párpados. Noventa minutos manejo con el estómago vacío. El estira y afloja con el guardia de seguridad para que me deje pasar.
La pirámide de Chichén Itzá aguarda con la paciencia de los siglos la visita de los primeros turistas; para ella, medio año resulta insignificante. No así para los guías que esperan a la entrada, testigos del acto solemne con Himno Nacional y bandera con escolta de los funcionarios. Sus discursos son parte del protocolo; antesala de la nueva experiencia para el visitante: preámbulo de un inicio nuevo.
Además de los guías apostados en sus estands a la espera de turistas interesados en el conocimiento prehispánico, los vendedores y artesanos de la comunidad de Pisté y zonas aledañas que han ocupado las áreas peatonales del vestigio arqueológico por alrededor de tres lustros, cargan sus cajas con diablitos y ocupan las mesas asignadas para la venta; ya son parte del paisaje arqueológico y regresan sin que la pandemia haya podido mover un ápice el acuerdo que el gobierno tiene con ellos. Tienen fe en que seguirán ahí por los siglos de los siglos.
Mientras los ambulantes se instalan en los alrededores de la pirámide, en el parador turístico los funcionarios muestran los cambios que en estos meses pudieron diseñar: dispensadores de gel, termómetros infrarrojos, y como gran novedad, la cámara termográfica que al instante indica la temperatura de quien por ahí pasa. Se limitó a tres mil el número máximo por día, en grupos de nueve y se creó una desviación de algunos metros para no salir en el mismo lugar de la entrada. Los mismos criterios que sigue cualquier espacio con atención al público: protocolos básicos y reducción de aforo.
Para futuros tiempos quedó el boleto electrónico: esa tecnología de punta que permite que los usuarios compren sus entradas con anticipación, en línea, y evite aglomeraciones innecesarias en taquilla. Para otras épocas quedó el definir bloques horarios: ese concepto revolucionario para que el turista llegue con cita a su visita, y así evada las horas pico a la mitad del día. Para situaciones más apremiantes quedó el desarrollar un recorrido en un solo sentido: esa idea descabellada de señalar al visitante por dónde caminar, y le permita dejar al último la exclamación de asombro cuando descubra el Castillo: la más emblemática construcción de Chichén Itzá.
Sí, para futuros tiempos y futuras voluntades. Quizá para futuras administraciones y futuros funcionarios.
Con el nerviosismo de los nuevos inicios, el personal del sitio junto con los guías, vendedores y demás prestadores de servicios, reciben a la primera turista: una texana que trae consigo la esperanza de una industria que ha estado dormida. Ocho de la mañana. Compra su ticket. Gel. Temperatura. Presenta el boleto. Camina unos pasos y el Sol apenas emerge detrás del Castillo. Ahí sigue, incólume; él no sabe de sana distancia ni de pandemias. A él no le importan los protocolos; está sentado, paciente, rodeado de un pasto más verde que nunca. De lo que el Castillo sí sabe es de astronomía: es un calendario perfecto.
La norteamericana lo observa en silencio. Quizá no imagina que ella, al tomar la primera foto, le está dando un mensaje al mundo: Yucatán está de vuelta. Listo. Esperando.
* Luis Arturo Herrera Albertos, presidente de la Asociación de Agencias promotoras de Turismo de Yucatán.