Monterrey sacó sus mejores galas para recibir a Lionel Messi y su Inter Miami. Estoy seguro que el argentino habrá salido gratamente sorprendido de lo que vio.
El conjunto de Florida llegó solo 24 horas antes al partido -por ello, recibió una multa de la Concacaf, debido a que el reglamento del torneo exige 48 horas-, en medio de un dispositivo de seguridad digno de una Copa del Mundo, y es que, hasta cierto punto, lo fue, ya que se hicieron ensayos de una de las sedes del torneo de 2026, que, además, es una de las dos ciudades finalistas para albergar el sorteo del Mundial, junto a Vancouver.
El Inter se quedó en el Quinta Real, en San Pedro Garza García, el municipio más adinerado de Latinoamérica, y la gente lo recibió entre vítores y, también, abucheos, pues, por más que se adore a Messi, era el rival de Rayados. Nadie hizo un desfiguro allí.
El día del partido, el cuadro de Florida arribó a la imponente casa del Monterrey, El Gigante de Acero, después de pasar varias vallas de seguridad y pudo entrar al estadio por una puerta que está apenas a unos metros del vestidor del equipo visitante. Comodísimo. Para evitar un momento desagradable para uno de los mejores jugadores de la historia, se colocó una valla especial que daba al campo y se emitió una y otra vez la leyenda: quien entre al campo sin autorización, será expulsado de por vida de todos los estadios de la Liga MX -un castigo mucho más severo que gritar el que llaman “grito homofóbico”- y nadie, en realidad, hizo siquiera un amago. Estoy seguro que La Pulga nunca sintió miedo por su seguridad y se pudo dedicar con total libertad a lamentarse de la horrible eliminación de su equipo a manos de uno de los clubes mexicanos más importantes.
Para el calentamiento saltó al campo en medio de una aguda rechifla que jamás había vivido desde que juega en Miami, y al ingresar a la cancha para el inicio del partido, se encontró con un tifo que representaban las cinco copas continentales que ha ganado el cuadro regio y un espectacular mosaico de líneas blanquiazules como solía hacerlos su Barcelona en sus épocas más esplendorosas como jugador. También escuchó un ensordecedor pitido cuando el sonido local anunció su nombre. El miércoles, el ídolo mundial, era el enemigo.
Messi habrá sufrido el futbol, algo que, en alguien de su magnitud, también se disfruta. Se quejó del césped en varias ocasiones; correteó a Gerardo Arteaga, lo barrió por detrás y luego le reclamó que exagerara la caída. Discutió con el lateral mexicano, ex Genk belga; luego le echó ojos de fuego a su paisano Maxi Meza y se encaró con Luis Romo, aunque el mediocampista nacional de inmediato bajó la tensión con alguna palabra agradable.
Leo habrá sentido la impotencia de correr al espacio y no recibir la pelota; que algunos de sus compañeros fueran incapaces de bajar el balón aun si fuera un trapo mojado. Que a los pases no llegaran, que no se movieran de forma apropiada, que la defensa no hiciera su trabajo y, desde el principio, que el portero regalara el primer gol a lo Donnaruma (portero italiano del PSG, que cometió un error similar). Con Jordi Alba, Sergio Busquets y Luis Suárez -que habrá soñado al central mexicano Víctor Guzmán, quien lo secó-, Messi habrá entendido que “no es lo mismo Los Tres Mosqueteros que veinte años después” y que, si el resto del plantel no aporta, se puede hacer muy poco ante un equipo con años de trabajo, una plantilla sumamente sólida y un entrenador que dio en la tecla con una ‘inocente’ declaración que sacó a todos los del Inter de sus casillas, incluido su entrenador, el malquerido extécnico de México, Gerardo Tata Martino.
Al final, con el 3-1 (5-2 global), Messi ya solo andaba por el campo. Arrastraba los pies. Antes, desde el minuto 78, se había ido expulsado Jordi Alba, en medio de una desesperación que lo orilló a tomar por el cuello a Stefan Medina, como supuestamente habría hecho después del partido de ida a José Antonio Noriega, presidente deportivo rayado, en los túneles del estadio de Miami, aunque esta información no está comprobada, como sí lo están otros tantos incidentes que, supuestamente, solo le costaron 15 mil dólares de multa (información de Fernando Schwartz) y que el propio Monterrey protestó al considerar el castigo como muy blando ante los hechos.
Después del partido, Leo se tranquilizó, se fue entre vítores (contrario a lo que escuchó cada vez que tocó la pelota en el juego) y, todavía antes de abordar el autobús de regreso al hotel, firmó autógrafos, entre ellos al portero rayado Esteban Andrada y sus hijos, o Germán Berterame, ambos compatriotas que gritaron sus goles en Qatar, pero ahora celebraron el haberlo dejado fuera en Cuartos de Final de la Concacaf Champions Cup.
Y es que es importante mencionar que, pese a que el Inter Miami es el plantel más valioso de la MLS con 84.35 millones de euros, pero el Monterrey, el más caro de la Liga MX, vale 94.68 millones.
Sin embargo, dentro de todo, en El Gigante de Acero ocurrió un fenómeno que hace no mucho era impensable: en la tribuna, donde los boletos llegaron a costar hasta 30 mil pesos, había muchísimas playeras rosas del Inter, demasiadas; por supuesto, todas con el dorsal 10 de Messi, pero eso logra el argentino: mueve masas, cambia mentalidades, invita a soñar. La Pulga podría ser la semilla que por fin germine y provoque el amor por el futbol de los estadounidenses, un futbol que es mucho más visto en el mundo que el de México. Por ahora, económicamente, todo lo han hecho bien, les falta lo deportivo. Si México solo sigue viendo hacia adentro y hacia el vecino del norte, es cuestión de tiempo para que nos rebasen por la derecha.