Luis Wertman Zaslav

Sorgo y trigo amargos

El mundo se encuentra amenazado por factores como la escasez, la guerra, el hambre y la enfermedad, a los que se suman los cambios climáticos que alteran el equilibrio de la naturaleza.

Cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial, en 1949, el director de cine italiano Giuseppe de Santis lograría la fama con una película que se hizo tan relevante como controvertida: Arroz amargo. La trama, que giraba en torno a dos mujeres unidas fortuitamente por un robo, se desarrolla en los difíciles campos de siembra de arroz de la provincia de Vercelli. Es una ficción con una fuerte carga social, porque las dos terminan encabezando una protesta laboral para que las jornaleras sean contratadas legalmente y reciban un trato justo y prestaciones, ante la extenuante labor de sembrar la tierra. La cinta lanzaría al estrellato a Silvana Mangano y afianzaría la exitosa carrera como productor de Dino de Laurentis.

Sembrar arroz, y para este caso cualquier cosa, es un proceso arduo, atado a los fenómenos de la naturaleza y dependiente de mercados que especulan todo el tiempo sobre lo que ocurrirá con los alimentos que eventualmente llegan a nuestras mesas. En el caso de muchos cereales, si al cultivarlos la proporción de agua no es la exacta, es decir, ni más, ni menos líquido, se corre el riesgo de perder la cosecha entera. Es un balance delicado, matemático, en el que se basa la dieta de la población mundial y muchas veces ignoramos qué tan complejo es producir nuestra comida.

Si la crisis por la falta de agua nos debe preocupar (y ocupar con emergencia), la que puede provocarse en la producción de alimentos significa un nuevo peligro para la precaria estabilidad internacional que hoy camina por la delgada línea de la inflación.

Esta semana, los precios del sorgo y del trigo subieron repentinamente, luego de que Rusia decidiera bombardear almacenes de estos granos en Ucrania, uno de los países que exporta la mayor cantidad de estos alimentos, indispensables para la dieta humana y el forraje animal. Los mercados, como era de esperarse, reaccionaron con temor ante una posible alza de productos basados en estas materias primas. Recordemos que, al inicio de la guerra, Rusia enfocó sus baterías en la quema de los campos, justo al comienzo de la siembra, y el conflicto provocó reacomodos inmediatos en industrias poderosas como la de las golosinas, que emplean trigo en la mayoría de sus fórmulas para elaborar sus productos.

Considerado un granero internacional, Ucrania sigue en medio de un conflicto que se ha extendido tanto que, en algún momento, ya era un factor descontado en los análisis económicos. El buen comportamiento de otros indicadores, y el descenso de los precios, creó la ilusión de que esta guerra podía continuar sin afectar demasiado la recuperación posterior a la pandemia; por el bien del planeta esperemos que siga siendo así, porque equivocarnos al respecto nos arrastraría a una nueva etapa de estancamiento, provocada por nosotros y no por algún virus desconocido.

A la par de las agresiones, la diplomacia no ha logrado imponerse en el juego de poder global en el que Ucrania pierde importancia unos días y la recobra en los siguientes; su incorporación a la OTAN está en punto muerto, mientras se buscan opciones de pacificación que terminan en poco o en nada. El problema es que, nuevamente, el mundo se encuentra amenazado por la escasez, la guerra, el hambre y la enfermedad, a los que se suman los cambios climáticos que alteran el equilibrio de la naturaleza.

En otras ocasiones, hemos compartido la importancia de lograr una soberanía, o al menos una independencia relativa, sobre los recursos naturales y construir una cultura de su cuidado al tratarse de materias primas que son finitas. Agua, petróleo, generación de energía, son iguales en importancia a los alimentos y a la tierra de cultivo.

En un escenario de falta de algunos de estos, olvidemos la inteligencia artificial o cualquier otra herramienta tecnológica en boga, que no sirva para ayudarnos a recuperar la fertilidad del suelo, la limpieza de los ríos y las cosechas suficientes para darnos de comer.

Con el puro ánimo de advertir, es urgente que las y los ciudadanos nos involucremos más que como simples consumidores y demandemos a empresas y autoridades contar con un plan, no solo frente a contingencias alimentarias como la de Ucrania, sino con la alerta que avanza en todo el mundo por la carencia de alimentos que podrían no estar mañana disponibles para nosotros y nuestras familias. Ya no es un asunto de cotizaciones y mercados, es uno de supervivencia como especie.

El autor es comisionado del Servicio de Protección Federal.

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