Henry Miller, el gran novelista estadounidense, dijo en una ocasión que “cada guerra es una destrucción del espíritu humano”, y no se equivocaba. La extensión del conflicto, lo establecen todos los tratados sobre enfrentamientos armados, es la mejor vía para arruinar a una nación.
Hoy, varios países estratégicos para el mundo se encuentran en conflictos bélicos que han durado demasiado tiempo, agotando incluso a sus aliados y alertando a los mercados financieros que habían logrado asimilar estas guerras en sus proyecciones y análisis. Parece que ya no podrán darse ese lujo.
Durante la última Asamblea General de la ONU, el presidente de los Estados Unidos, la nación más poderosa de Occidente, Joseph Biden advirtió sobre la extensión de estos conflictos y el daño global que podrían ocasionar en el corto plazo. Pero, aunque eso podría no estarle preocupando demasiado a las fuerzas que se benefician de la guerra, y que la impulsan, ya sea por ganancias rápidas o por hegemonía, Estados Unidos y Francia anunciaron la elaboración de un plan de paz urgente hace un par de días. Esperemos que llegue a buen puerto.
No es sencillo el análisis de los conflictos que afectan al mundo en este momento. A diferencia de otros en el pasado, hablamos de entornos diferentes, en los que está presente una mezcla de ideología, poder e intención de modificar el precario orden internacional que conocemos.
Solo que, en lo económico, las valoraciones sobre los conflictos pueden medirse de otra manera. ¿Cómo conciliar en el estudio financiero lo que ocurre en Oriente Medio, en Ucrania, con el cambio productivo que sucede en Occidente y el regreso intermitente del crecimiento en Asia?
Es relevante destacar que las guerras anteriores se daban en un marco en el que las reglas de la economía estaban en sintonía con un modelo neoliberal, de mercados globalizados, en el que había acuerdos de cierta estabilidad para que el tablero financiero no se moviera demasiado, mientras los conflictos terminaban.
Ahora podríamos estar en una situación distinta. Los extremos ideológicos están fortaleciéndose, porque han logrado agrupar a segmentos de la población en Europa y en los Estados Unidos alrededor del temor a la migración y de un nacionalismo económico que, en este proceso internacional de relocalización de las cadenas productivas, luce incongruente. No obstante, les funciona.
El problema es que las mayorías nunca están contempladas en los extremos y la globalización del comercio depende de que haya paz para que haya consumo y desarrollo. Dos errores que se cometen durante los conflictos son pensar que terminan con la victoria de uno de los bandos y que al día siguiente todo regresa a la normalidad, especialmente en la economía. La realidad es que nadie gana (o muy pocos) en una guerra y la recuperación tarda tanto o más tiempo que el periodo mismo del conflicto.
La prosperidad es una consecuencia de la paz y ésta surge cuando la brecha de la desigualdad se cierra. Ningún conflicto bélico provoca bienestar y es el peor negocio que existe, incluso para los que terminan dominando. Imperios se arruinaron por conflictos externos e internos que usaron la violencia como la vía para conseguir lo que deseaban. Revisemos la historia del mundo.
Albert Camus, otro de los grandes escritores de la historia, afirmó que “la paz es la única batalla que vale la pena librar” y justo en esa coyuntura nos encontramos, en lo económico y en lo humano. Como sociedad debemos convocar a que la guerra termine, porque no es la solución de nada. Como ciudadanos tenemos que trabajar para que el diálogo esté por encima de cualquier división aparente. De eso depende que podamos iniciar una nueva etapa de crecimiento social y económico auténtico, nunca más soportado en el enfrentamiento de las naciones. Eso no funciona.