Cuando las fuerzas del mercado se alinean con el bienestar de la mayoría de las personas, cualquier economía despega y se mantiene fuerte. Impulsar el ingreso en los hogares deriva en un aumento en el consumo y en el ahorro, y estos son tres factores indispensables para la prosperidad. Una parte de la influencia y del papel que desempeñan las instituciones públicas y privadas van en ese sentido y tienen lógica solo si permiten la riqueza general.
¿Existe el crecimiento que ignora el beneficio común? Por supuesto. Estamos presenciando, posiblemente, la última etapa de un modelo económico al que le bastaba con que una parte de la población fuera capaz de contar con los satisfactores necesarios para desarrollarse, a costa de una mayoría que se encontraba en la franja de la supervivencia.
Un principio de los negocios es apostarle a la bondad de mercados amplios, en los que haya una base de clientes en aumento y una constante competencia. Ninguna marca es tan admirada como la que provoca que millones de personas guarden fidelidad a sus productos y estén, por generaciones, a la expectativa de adquirir sus nuevas versiones. Solo un puñado de compañías ha logrado ese éxito global y la reputación suficiente, como para volverse parte de la vida diaria de las personas.
La economía que reduce las opciones termina por fomentar monopolios y ahogar nichos de mercado que, de otra forma, la ayudarían a expandirse. Nada afecta más al comercio que la cerrazón, tanto de las empresas, los gobiernos, como de los mismos mercados.
Conforme avanza la relocalización de las cadenas de suministro y las fuerzas económicas establecen un nuevo equilibrio en el mundo, la vía más rápida y justa de desarrollo es constituir mercados abiertos, de alta competición y con una base de consumidores con dinero suficiente en los bolsillos. Cualquier meta recaudatoria y de aumento del producto interno bruto depende de esta fórmula; lo mismo que las ganancias y la prospectiva de mejores utilidades para los accionistas de todas las grandes empresas, a la par de los negocios medianos y pequeños —que son mayoría— y así podrían consolidarse.
Esta idea de economías libres y dinámicas con sentido social, “populares” por definirlas de alguna manera, viene a colación frente a la incertidumbre y a la euforia que tendrán diferentes industrias al cierre del año por los resultados de la elección presidencial de los Estados Unidos. Como nunca, la iniciativa privada de nuestro vecino del norte y muchas de las corporaciones que guían a los mercados internacionales, tendrán que buscar que ese modelo de mercado sostenible sea el estándar, a pesar de las voces que llaman a un proteccionismo que, financieramente, es imposible en esta época.
Por supuesto que vendrá una campaña de opiniones, sustentada en eslóganes de campaña y no tanto en números, para amenazar con un regreso de las barreras comerciales; pero el daño que podría hacerse a la economía mundial sería de una magnitud que arrollaría al discurso más nacionalista. Y, justo después, aparecería la inflación en el que es todavía el mercado más grande la Tierra.
A nadie le conviene. Ni siquiera a quienes sueñan con comprar nuevamente una camioneta o un abrigo hecho en la fábrica que alguna vez estuvo a diez minutos de la casa de sus abuelos. La economía internacional está en una fase de un acoplamiento diferente y, bien aprovechado, es la mejor noticia para una etapa de crecimiento mundial que hemos perseguido durante varias décadas, con un éxito relativo si se le compara con la gran desigualdad imperante.
A esta hora, los capitales y las inversiones han descontado un siguiente cuatrienio en los Estados Unidos; sin embargo, no han borrado ninguno de los posibles riesgos que se mantienen alrededor del futuro inmediato de la economía. Un paso en falso tardará tiempo en arreglarse y las consecuencias podrían desencadenar otros problemas que no estaban en el radar de ningún análisis.
Por eso la mejor ruta es apostar a los mercados internos, al aumento de salarios y a la negociación respetuosa de las oportunidades comerciales que ya ofrece este nuevo balance internacional. Hay tiempo, aunque no demasiado, para acomodar bien las piezas y sumar la próxima ola de avances tecnológicos a un entorno económico que podría soportarse en dos pilares: el consumo responsable y la apertura comercial en mercados internos competitivos y de progresión social para romper con el estancamiento de la población, que han frenado que muchos países puedan generar las alternativas de vida que van a ser fundamentales para el crecimiento de los próximos años. Es una elección entre una nueva economía o una versión disfrazada de la misma que nos trajo hasta esta histórica encrucijada.