El principal obstáculo que tenemos en México en materia económica es que somos sumamente improductivos. Trabajamos más horas al año que prácticamente cualquier otro país de la OCDE, pero producimos menos. En un documento de trabajo de Julio Leal para el Banco de México (2015), veía que la productividad de los mexicanos en el sector automotor ronda el 20 por ciento comparado con Estados Unidos; en construcción, 25 por ciento; un poco mejor en el comercio al menudeo. Si consideramos que el valor equivalente del dólar en México (por paridad de poder adquisitivo) es del doble, entonces los salarios en los sectores mencionados deben ser entre 8 y 10 veces menores que en Estados Unidos.
Ya alguna vez lo habíamos comentado aquí, utilizando datos de otra fuente, pero con el mismo resultado. Si queremos que los salarios sean mejores en México, es indispensable que seamos más productivos. Al respecto, Santiago Levy ha insistido desde hace algún tiempo en que parte del problema de improductividad tiene que ver con empresas demasiado pequeñas. Aunque a los políticos les encanta hablar de micro y pequeñas empresas, la verdad es que se trata de organizaciones muy improductivas, que apenas le permiten a quienes participan en ellas obtener ingresos equivalentes a los más bajos de la economía formal. Precisamente por eso son parte de la informalidad. Estas pequeñísimas empresas no tienen acceso a créditos razonables, no pueden conseguir insumos de calidad, sufren para moverse en el mercado, y sus participantes no tienen mayor conocimiento de temas fundamentales para la empresa, empezando por la contabilidad.
Es de celebrar el gran ímpetu emprendedor de millones de mexicanos que se lanzan a crear y mantener esas empresas, pero también es importante reconocer que es un esfuerzo mayormente desperdiciado. Algunas personas con capacidades innatas logran tener un éxito envidiable, pero la mayoría sufre para apenas mantenerse.
Incrementar la productividad exige tres elementos. Primero, competencia económica. Sin ella, nadie busca mejorar, porque tiene un mercado cautivo al que puede venderle al precio que sea. Vaya usted a una comunidad rural, alejada, y encontrará una tiendita que vende todo al doble de lo que costaría en la ciudad más cercana. Es un pequeño monopolio, abusando de su clientela. No necesita usted pensar en Pemex o Telcel para eso. El mayor costo de la falta de competencia en México lo pagan los más pobres, a través de este mecanismo, y otros más.
El segundo elemento es el capital. Sin inversión no se puede competir de verdad. Pero la inversión se mueve de acuerdo con un análisis muy simple: riesgo-rendimiento. En donde el riesgo es bajo, la inversión llega aunque sea con rendimientos igualmente bajos. Si el riesgo es elevado, entonces no habrá inversión a menos que los rendimientos crezcan de manera desproporcionada. Justamente ése ha sido el problema de México desde hace mucho. Sin un Estado de derecho en forma, es decir sin reglas claras, la única inversión será aquélla que pueda obtener rendimientos extraordinarios. Por no tener reglas claras, durante todo el siglo 20 estuvimos fomentando monopolios de todo tipo, que le dieran a esos inversionistas esas ganancias extraordinarias.
Finalmente, el capital humano. Educación, pero no sólo la que se recibe en la escuela, mejor llamada instrucción. Es también aprender a relacionarse con los demás, a comunicarse de forma efectiva, a ser líder en diferentes grupos, a dominar el oficio, cualquiera que éste sea.
En resumen, para tener crecimiento económico e ingresos razonables para todos, debemos impulsar esos tres temas: competencia económica, inversión y educación. Tres temas que dependen de contar con reglas claras, aplicables a todos, y con un sistema educativo orientado al desarrollo personal: al liderazgo, no a la mediocridad.