Fuera de la Caja

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La única posibilidad de que la economía no se derrumbe y tengamos crisis de fin de sexenio pasa por la traición del Presidente a sus creencias y a sus cercanos.

Hoy, 15 de septiembre, celebramos la Independencia de México con el tradicional Grito. Curiosamente, en ese momento se cumplirá la mitad del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, si consideramos, como lo hace esta columna, que inició junto con la LXIV Legislatura, el 1 de septiembre de 2018. Estamos a mil 110 días de esa fecha, y a mil 111 del 30 de septiembre de 2024, que será el último de la actual administración.

La razón por la que me parece que debemos fechar el inicio de López Obrador en septiembre y no diciembre de 2018, es debido a su triunfo arrollador, al control absoluto del Congreso (torciendo la ley, como se sabe) y al abandono del gobierno de Peña Nieto. Esto permitió decisiones fuertes, como mantener por tres años la presidencia de la Junta de Coordinación Política en Diputados (por primera vez en dos décadas) o cancelar la construcción del aeropuerto de la ciudad, evento que ha traído resultados económicos desastrosos.

Al Presidente le ha dado por escuchar Los caminos de la vida, escribir A la mitad del camino, y pronunciar un discurso con aroma de cierre con motivo del tercer Informe de su gobierno. Celebró entonces una ficticia estabilidad macroeconómica, enumeró logros, descalificó adversarios, pero con un cierto tono de despedida.

Ya aquí decíamos, en marzo de 2020, que el sexenio había terminado: “Como los anteriores presidentes, seguramente continuará el plazo legal correspondiente. Pero lo hará sin margen de maniobra, sin capacidad de decisión, sin herramientas. Pero él decidió cargar con todo, buscar la máxima gloria. No le queda sino asumir la derrota en esa misma soledad (Se acabó, marzo 6, 2020)”. Me parece que así ha sido. En los 18 meses que han transcurrido de ese texto no se ha logrado nada: la estrategia frente a la pandemia fue un fracaso, no se aplicaron programas de rescate o apoyo a la población, la economía rebota, pero aún está por debajo del nivel de entonces, y han agotado los ahorros de dos décadas.

Peor aún desde la perspectiva presidencial: perdió el control del Congreso, aunque mantenga mayoría, y ha tenido que arrancar un proceso de sucesión que no había planeado, y que se le va de las manos. Los aliados empiezan a buscar acomodo hacia el futuro, los cercanos van mostrando el cobre y la soberbia empieza a cobrarse. Dicho de otra forma, la lealtad ya no es lo que era, ni la honestidad, mientras que la arrogancia del pasado se revierte.

La mitad que falta será sumamente complicada. Para todos. La única posibilidad de que la economía no se derrumbe y tengamos crisis de fin de sexenio pasa por la traición del Presidente a sus creencias y a sus cercanos. Tendría que dar marcha atrás en su enfrentamiento con el sector privado y con Estados Unidos. Apenas si así podría aprovecharse una coyuntura global favorable, que no es frecuente. Olvidarse de su “soberanía energética”, de la “rectoría del Estado”, de la “hermandad latinoamericana”, abriría un futuro muy atractivo para México. Pero implicaría reconocer su fracaso, y eso parece imposible.

Sin ello, con una economía rengueante, con sanciones cada vez más serias derivadas de la política energética (sucia, ineficaz, contraria a la ley), las presiones populares serán crecientes, incluyendo la migración. No será agradable la respuesta del vecino. El margen de maniobra en las finanzas públicas terminará muy pronto. Habrá río revuelto.

La eficacia de la propaganda diaria se viene abajo. Después de tres años de promesas, de repartir migajas, el desencanto es creciente. Pronto, los gestos que parecían populares se verán como de merolico. Quien parecía mesías será ahora sosias, alguien indistinguible, igual a cualquiera, uno más.

Así pasa la gloria mundana.

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