Uno de los argumentos más utilizados por los defensores del Presidente para descalificar cualquier crítica es acusar de odio a quien la emite. De acuerdo con esta idea, todo aquel que opina en contra de López Obrador lo hace guiado por un odio personal, y no por alguna evidencia concreta. Se trata de un argumento muy útil, porque permite descalificar al crítico, pero también eludir el tema. Ya no importa el motivo de la crítica, ha sido anulada al descubrir el odio que la provocó.
No dudo que haya personas que odian a López Obrador, como hay quienes odian a varios de los expresidentes, a futbolistas, músicos, actores y actrices, e incluso a columnistas. No percibo que haya odio entre los críticos públicos y abiertos del Presidente. Creo que la gran mayoría de quienes lo critican en medios lo hacen guiados por análisis de asuntos concretos. Sin embargo, todos reciben insultos y descalificaciones, la mayoría de ellos basados en el falaz argumento del odio, frecuentemente acompañado del infundio del ‘chayote’.
Soy testigo de que este argumento no es nuevo. Al menos desde 2005, cuando el desafuero, y 2006, cuando su primera derrota en elección presidencial, era la muletilla preferida de sus defensores. Entonces no había redes, de forma que el insulto llegaba por correo electrónico, comentarios al periódico o portal, o interpelaciones públicas ocasionales. Las redes le han dado una mayor dimensión, pero no apareció con ellas.
Tengo la impresión de que este argumento es el que ha llevado a muchos colegas a moderar sus críticas, a tratar de acompañarlas con ‘equilibrio’ encontrando alguna virtud, política pública, propuesta, o al menos intención en el Presidente. Hay un rango amplio en esto, desde quienes han sido facilitadores de la opción política hasta quienes se agarran, como clavo hirviente, de algo que le salió bien al gobierno, así haya sido por suerte, pasando por ese grupo que jocosamente se ha dado en llamar “Corea del Centro”, ese imaginario e imposible espacio entre el paupérrimo reino ermitaño y la pujante economía desarrollada.
Pero incluso a estos colegas buscadores de equilibrio les ha tocado aparecer en las mañaneras, y no para ser felicitados, o les ha tocado recibir agresiones a sus centros de investigación, medios de comunicación, think tanks y organizaciones. De nada ha servido la prudencia de unos, la obsequiosidad de otros, o la franca abyección de unos más. De nada sirven décadas de trayectoria, ni evidencia contundente de honradez intelectual. Frente a los comisarios, no hay nada qué hacer. Deje usted el respeto, ni la piedad conocen.
Con la abundante evidencia que tenemos de este tipo de fenómenos sociopolíticos durante el siglo 20, siempre me ha parecido absurdo el afán de equilibrio cuando las opciones no son comparables. Darle a la madera del autoritarismo el barniz de la disputa izquierda-derecha debería ser ya el sepulcro final de esa inútil dicotomía. Los regímenes autoritarios no son ni de un lado ni del otro, son autoritarios. Las opciones de izquierda y derecha sólo existen cuando existen las opciones, debería ser obvio, y eso exige libertad. Sin ésta, tal vez haya otras cosas, pero no opciones políticas.
Es decir que todo aquél que busca equilibrar al autoritario, encontrarle raigambre de izquierda, imaginarle intenciones, está solamente renunciando a su libertad, y poniendo en riesgo la del resto de nosotros.
Esto era claro desde 2005, como le digo, pero algunos sólo se convencieron en 2006. Lo sorprendente, lo grave, es que tantos ni siquiera entonces pudieron comprenderlo. Ignoro si ahora, con tres años en el poder, con la destrucción institucional, la compra del Ejército, el olvido del crimen, el ataque a universidades y medios, podrán hacerlo, o será después, en el exilio, cuando se llamen a sorpresa