El último dato del comportamiento de la economía es el Índice Global de Actividad Económica (IGAE) de octubre. En la versión desestacionalizada, reportó un valor de 107.4 unidades. Este índice se mide con base 2013, año para el cual se estableció el valor de 100 puntos. Esto significa que hace poco más de dos meses teníamos una actividad 7.4 por ciento mayor que la que teníamos hace ocho años. Sin necesidad de mayores cuentas, puede usted ver que el crecimiento de la economía mexicana ha caído a menos de 1 por ciento anual.
En realidad, no era así. Para octubre de 2018, el último mes en que se construía el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM), ese índice era de 113.1 unidades. Es decir, el crecimiento acumulado desde 2013 era de 13 por ciento en menos de cinco años. Comparando exactamente con octubre de 2013, el ritmo de crecimiento era de 2.35 por ciento anual. Justo el promedio que la economía mexicana reporta en un amplio espacio: desde 1980.
Pero entonces vino la ocurrencia, o la decisión estratégica en términos políticos, o como usted quiera calificar a la cancelación de la construcción del NAIM. De octubre de 2018 a febrero de 2020, antes de que llegara la pandemia, el crecimiento en términos anuales fue de -0.9 por ciento. Al día de hoy esa cifra es de -2.6 por ciento. Muchos atribuyen la contracción a la pandemia, confirmando la intuición de López Obrador, que afirmó que la enfermedad le caía “como anillo al dedo”. Cierto, le ha permitido cargar la culpa a un evento externo, y no reconocerla como resultado de su incapacidad, necedad, resentimiento o como quiera usted llamarlo.
Muchos países han logrado ya recuperar no sólo el nivel que su economía tenía antes de la pandemia, sino el que correspondería a la tendencia de crecimiento que tenían. Nosotros, en octubre, estábamos -11.5 por ciento por debajo de esa línea. Hay quienes creen que fue una excelente decisión del gobierno no impulsar programas de apoyo o rescate durante el confinamiento, o después de él, porque así no se endeudaría el gobierno. De cualquier manera lo ha hecho, pero sin resultados. A noviembre, la deuda del gobierno había crecido 2.3 billones de pesos, un incremento superior a 20 por ciento contra el nivel que recibieron. Eso, sin contar el saqueo de fondos, fideicomisos y cuentas bancarias gubernamentales.
Es poco probable que en los últimos dos meses del año haya cambiado la tendencia. Tendremos datos en las próximas semanas, pero no hay mucho qué esperar. Buena parte de la caída ocurre en el sector servicios, especialmente por la reforma al outsourcing, que aportaba 5 por ciento del PIB, y muestra una caída, de mayo a octubre, de poco más de -57 por ciento. Como tantas otras cosas, sin duda se requería corregir ese sistema, pero no provocar una pérdida de 3 puntos del PIB con ello.
Entre esta reforma, y los excesos en incrementos al salario mínimo, el resultado es un estancamiento en la contratación de trabajadores. Hoy tenemos una caída en el empleo de -3.2 por ciento contra octubre de 2018, mientras las remuneraciones medias han crecido apenas 1.8 por ciento. Es decir, se ha tenido que compactar la estructura de salarios al interior de las empresas para enfrentar los incrementos al mínimo, mientras se intenta mantener una producción que es cada vez más difícil de colocar.
Entre los defensores del gobierno, varios insisten en que no ha ocurrido la tragedia económica que se vaticinaba con el triunfo de López Obrador. La tragedia sí ha ocurrido, pero en cámara lenta, como corresponde a una economía con tipo de cambio flexible y fronteras abiertas. Y si el impacto en pobreza no ha sido mayor, se debe a esas remesas que tanto celebra el Presidente. Tiene razón, lo están salvando.