El lunes comentamos acerca de los compadres o el capitalismo de compadrazgo. Se trata de un esquema político-económico que apareció casi al inicio del liberalismo, o capitalismo, como algunos lo llaman. La idea central del liberalismo es que todos somos iguales, como seres humanos, y por lo mismo todos debemos participar en las decisiones comunes (gobierno) y en el intercambio (economía). Esta participación debe ser totalmente libre, sólo sujeta a unos límites elementales: los derechos de los demás.
Casi 500 años después, es muy claro que esta forma de organizar la sociedad es la mejor que hemos podido inventar, si lo medimos por el bienestar de las mayorías. Tan sólo en los últimos 200 años logramos multiplicar por más de 100 la riqueza en el mundo, y reducir la miseria de más de 90 por ciento a menos de 10 por ciento de una población que, en ese mismo lapso, se multiplicó por ocho.
Esta idea, el liberalismo, surgida de Europa (específicamente de Países Bajos), ha sido violentamente enfrentada por quienes no pueden aceptar que las decisiones independientes de millones de personas resultan mejor que la guía de unos pocos iluminados. Sea que la iluminación les llegue de una divinidad, la naturaleza, el proletariado o el pueblo bueno, lo que estos guías producen es siempre lo mismo: pobreza, autoritarismo y violencia. Si no lo cree, revise la historia, que no deja duda alguna.
Un esquema intermedio, en el que los políticos afirman estar iluminados, pero el mercado puede funcionar, si bien controlado, es el capitalismo de compadrazgo. En él, los amigos de los políticos (los compadres) incursionan en el intercambio pero con ventajas bien establecidas, que les permiten obtener ganancias extraordinarias: concesiones de minas, de telecomunicaciones, de medios electrónicos, cuando no permisos especiales de importación o de producción.
El discurso ideológico que suele sostener este arreglo es el mercantilismo: la idea de que la producción debe ser nacional, para evitar la salida de divisas. De ahí es fácil decir que el empresariado nacional debe ser apoyado, y luego nada más hacerlo con un puñado de amigos, que a cambio serán generosos.
Aunque el capitalismo de compadrazgo suele evitar situaciones extremas de miseria y violencia, también impide el desarrollo adecuado de las economías. Para garantizar las ganancias de los amigos, hay que evitar la competencia, especialmente la extranjera. Pero si para cuidar a los compadres es necesario torcer la ley, entonces no hay ley para todos, que es lo mismo que decir que no existe en absoluto. Así, cada grupo tiene que construir su propio sistema de defensa y resolución de conflictos. Es lo que hacen los cárteles, los pueblos de usos y costumbres, los sindicatos, las universidades. Cuando no hay una ley aplicable a todos, el riesgo crece. Mayor riesgo exige una mayor ganancia. Lo que empezó como un mecanismo de defensa del compadre se convierte en una barrera a la inversión. En un mundo abierto, obtener mayores ganancias sólo puede ocurrir si se pagan menores salarios.
No sé si el argumento es claro: el enriquecimiento de los compadres (corrupción) implica, por un lado, menor crecimiento y, por otro, la ausencia de Estado de derecho, que a su vez se refleja en una mayor desigualdad. ¿Por qué América Latina es un continente de países de medio pelo que jamás han logrado desarrollarse, a pesar de contar con los recursos? ¿Por qué somos el continente más violento y con menor Estado de derecho?
La respuesta está en los compadres. En 200 años, apenas hemos cambiado de compadres dos o tres veces, pero jamás los hemos enfrentado. El problema no es la libre empresa ni los empresarios. El problema son los compadres.