A esta columna no le gustan las filtraciones de documentos de gobierno. Ni las de Assange o Snowden, ni la reciente de Peniley Ramírez. No critico a los periodistas, sino que creo que no toda la información que se mueve al interior del gobierno debe necesariamente conocerse. Fuera de contexto, parcial, esa información provoca confusión. Seguramente habrá personas que consideren que el derecho a la información va antes que cualquier otra consideración, porque nunca han trabajado en el gobierno, o porque desearían que desapareciese. No es el caso de esta columna.
El caos que hay ahora alrededor de la masacre de Iguala de hace ocho años no tiene su origen en la filtración. El origen es el uso político e ideológico de un evento extraordinario del crimen organizado. Se le dio a ese evento la atención que se le negó a mayores masacres en Allende, o San Fernando, por poner ejemplos, debido a que las víctimas provenían de una normal rural, la más emblemática de todas, la Raúl Isidro Burgos, mejor conocida como Normal de Ayotzinapa. De ella egresaron Genaro Vázquez y Lucio Cabañas. El primero, fundador de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria; el segundo, del Partido de los Pobres, y de su Brigada Campesina de Ajusticiamiento.
Como debería saberse, las normales rurales son centros de adiestramiento guerrillero controlados por la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), organización semiclandestina que desde hace décadas es sospechosa de tener nexos con el crimen. También es conocido que el Ejército ha ocupado Guerrero desde los tiempos de Rubén Figueroa padre, quien fue secuestrado, durante su campaña a la gubernatura, por Lucio Cabañas. Eran los tiempos de Luis Echeverría (¿le suena?), que no dudó en barrer el estado con los militares, que desde entonces ocupan, literalmente, el territorio.
De todo lo anterior no puede, ni debe, suponerse culpabilidad de nadie. Ni se trata de revictimizar a los jóvenes asesinados, ni de culpar al Ejército, ni necesariamente de responsabilizar a los gobiernos del estado y municipios. Lo que intento con esta muy somera descripción es mostrar que la masacre de Iguala hace ocho años ocurre en la intersección de dinámicas de violencia e infiltración criminal de más de medio siglo. Cualquier investigación seria habría tenido que jalar hebras de un tejido que muy pocos, en realidad, quieren conocer.
Si bajo el gobierno de Peña Nieto se centró la culpa en un grupo criminal que habría asesinado y desaparecido a los jóvenes, evitando profundizar en la red de complicidades que hay en Guerrero, bajo el actual parece que se busca culpar a un destacamento del Ejército, olvidando otra red de complicidades muy cercana a las bases morenistas. Entrar en serio al tema obligaría a explicar el control de partidos “de izquierda” en esa región, desentrañar su relación con los grupos criminales, aclarar la protección militar que supuestamente reciben, identificar a la dirigencia de la FECSM, explicar la razón de ser de las normales rurales, seguir los hilos incluso de los recursos del secuestro de Figueroa que financiaron la compra de Monterrey 50, y que en los años 80 costaron la vida a dos vigilantes del periódico La Jornada, establecer con claridad las conexiones entre esos movimientos y la CNTE, de la que proviene la actual secretaria de Educación…, y mucho más.
Creo que nadie, entre los políticos mexicanos y las Fuerzas Armadas, quiere realmente entender qué ocurrió hace ocho años. Algunos, sin embargo, quisieron usarlo para su beneficio, y hoy les estalla en las manos. Como les ha estallado todo, porque un discurso antisistémico es imposible de sostener desde el poder, no importa el esfuerzo del merolico.
La implosión de los echeverristas es ya un tema de seguridad nacional, como hemos dicho.