Cuando se obtiene un cargo público, especialmente cuando se alcanza mediante elección, se realiza una toma de protesta. Se trata de un juramento, que inicia diciendo: “Protesto cumplir, y hacer cumplir, la Constitución y las leyes que de ella emanan…”. Este compromiso, desafortunadamente, no lleva implícita una pena por no cumplir, sino tan sólo un “que la nación me lo demande”, que no parece tener mayor utilidad, a menos que la nación tenga forma de expresarse.
Durante la primera mitad de su gobierno, que como hemos comentado aquí, inició en septiembre de 2018 con el control mayoritario en ambas cámaras, López Obrador tomó muy malas decisiones, desde mi punto de vista, pero no necesariamente contrarias a la Constitución: la cancelación del aeropuerto, los primeros intentos de reversión de la reforma energética, la presión a consejeros de organismos autónomos, dañaban el armazón institucional, pero no iban flagrantemente contra la Constitución, aunque sí contra reglamentos y, dependiendo de la interpretación, tal vez contra algunas leyes.
Desde su derrota en 2021, cuando pierde la mayoría calificada en el Congreso y sólo puede ganar elecciones locales de la mano del crimen organizado, el Presidente ha olvidado su protesta. Lleva tres intentos de reforma constitucional fracasados, frente a los cuales ha promovido cambios legales claramente inconstitucionales. En el caso del tema eléctrico, esto ha sido confirmado por al menos siete ministros; en el de Guardia Nacional, aunque no se ha procesado, es también flagrante. Ahora, en el electoral, la evidencia es contundente.
Pero en este último caso, el asunto es mucho más serio. Lo que hace López Obrador, gracias al servilismo de diputados y senadores de su coalición, es romper el orden constitucional, no sólo violar la Carta Magna. Modificar la forma en que se llega, usa, distribuye y abandona el poder es cambiar el régimen político. Eso puede realizarse mediante procesos negociados, o de forma autoritaria, sea violenta (como una revolución) o abusando del poder (como un golpe de Estado).
En México vivimos un proceso de cambio de régimen, una transición negociada, pactada, o votada, según diferentes autores, como respuesta a la elección de 1988. Esto ocurrió a través de dos reformas, en 1990 y 1996, que permitieron gobernabilidad mediante la liberalización del sistema político. El primer beneficiado por este proceso fue el bloque echeverrista, entonces aún encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, pero ya con la estrella ascendente de López Obrador, que rápidamente se colocó en el borde de la legalidad, y desde ahí fue ganando espacios: compitió sin derecho a ello por la capital del país en 2000, desacató a la Corte desde ese puesto, inventó un fraude cuando no pudo ganar en 2006, se erigió en presidente legítimo…
En los últimos 18 meses, ya hemos comentado, ha perdido por completo el control de sí mismo, en la búsqueda de perpetuarse en el poder. Ya no se trata de que esté en la frontera de la legalidad, sino que desde la Presidencia misma está violando la Constitución sin reparo alguno. Está incumpliendo su juramento, al extremo de que intenta ahora alterar el régimen político en que vivimos sin contar para ello con los requisitos constitucionales. Dicho más fácil: está rompiendo el orden constitucional. O si lo quiere en términos mediáticos: es un golpe de Estado.
Por eso mi insistencia en que este camino lleva a la violencia generalizada. Un muégano político, sin disciplina ni coherencia, encabezado por ya un megalómano desquiciado, será incapaz de procesar el desencanto y el enojo de la población. Una vez ahí, cualquier cosa puede pasar.
Veremos qué ocurre, pero tomemos un descanso de fin de año. Nos volvemos a ver el 2 de enero.
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