La Junta de Gobierno del Banco de México decidió, de forma sorpresiva, incrementar la tasa de interés de referencia en medio punto, en contra de las expectativas de la mayoría de los analistas, que suponían que seguiría replicando las decisiones de la Reserva Federal de Estados Unidos, que hace una semana elevó su tasa en un cuarto de punto. A esta columna le parece una decisión muy atinada, aunque tenga sus complicaciones, como ocurre con cualquier decisión relevante.
La inflación en México no cede, a diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo. Estados Unidos, por ejemplo. Aunque nuestra inflación subyacente no se parece a ninguna medición en ese país, no cabe duda de que mantener el crecimiento anual alrededor de 8.4 por ciento durante cuatro meses seguidos no es señal de control. Aunque la inflación general pueda haberse reducido en ese lapso, lo ha hecho marginalmente, si acaso, y considerando que el gobierno decide el precio de las gasolinas, el dato no resulta útil para entender la dinámica real de la economía.
La inflación subyacente, en cambio, sí nos dice qué está ocurriendo, y lo que dice no es muy bueno, ya veíamos. Afortunadamente no sube, pero tampoco baja. Lo malo es que en esos cuatro meses en que no se movió, el peso se recuperó notoriamente frente al dólar. De octubre a enero, el peso ganó casi 5 por ciento. Puesto que cerca de la mitad de los bienes tiene relación con el exterior (sea directamente, o a través de insumos), uno esperaría una reducción en la inflación en esos meses de al menos 1 por ciento, idealmente 2 por ciento. Y no, es cero.
Es muy probable que el incremento en los costos laborales (salario mínimo, días de vacaciones), el creciente déficit público y la reducción de capacidad del gobierno (que se refleja en costos adicionales que tenemos que cubrir nosotros) explique la presión inflacionaria. Nada de eso está en manos del Banco de México, de forma que lo único que puede hacer es mandar una señal de preocupación, actuando de forma más ruda que la Reserva Federal. Hacen bien los miembros de la Junta de Gobierno.
Ahora bien, esa señal debería servir para que el Ejecutivo corrigiese su actitud, en un caso normal. El nuestro no lo es. No dudo que hoy, mientras usted lee estas líneas, el Presidente esté celebrando que el dólar ya esté en 18.50, 18.70 o cerca de eso. Total, la población misma goza de un dólar barato, aunque no lo pueda aprovechar. El índice de confianza del consumidor mejoró de octubre a enero, aunque el consumo se haya caído, lo mismo que el empleo, y los precios hayan seguido creciendo. Lo único que parece explicar ese comportamiento es precisamente el dólar barato. Aparentemente, los mexicanos creen que, al bajar el dólar, serán más baratos los celulares, televisiones y refrigeradores. Ya hace algunas semanas hablamos aquí de la “ilusión monetaria”. Esto es peor, es una especie de “ilusión cambiaria”.
El alza en las tasas de interés hace más difícil conseguir recursos para invertir. Aunque buena parte de la economía mexicana vive al margen del sistema financiero, el impacto se traslada. Si bien no estamos cerca de una crisis financiera, sí puede incrementarse la cartera vencida o, más importante, las obligaciones financieras pueden reducir el consumo de las personas, frenando con ello la economía. El puro impacto de la apreciación del peso tendrá un costo en términos de exportaciones y turismo, que han sido los motores de la economía en los últimos cuatro años. Son los costos de la decisión, que insisto en que me parece adecuada. La probabilidad de que este primer semestre reporte una (ligera) contracción en la economía es muy elevada. A ver si siguen celebrando el peso fuerte para junio.