La relación entre México y Estados Unidos se ha complicado notoriamente en las últimas semanas. Aunque llevamos rato con dificultades, provenientes de las estrategias frente a la migración de parte de ellos y las relacionadas con la energía de parte nuestra, la situación es bastante peor desde el juicio a García Luna en ese país.
Por un lado, López Obrador quiso aprovechar ese juicio para convertirlo en una descalificación total del gobierno de Felipe Calderón. Por otra, la atención que tenían los medios internacionales sobre México desde la manifestación del 13 de noviembre, que se reflejó positivamente en la del 26 de febrero, implicó también la elevación del tema de narcotráfico, debido al juicio. Por las menciones a su persona en ese proceso, López Obrador le fue bajando al tema, pero en Estados Unidos ocurrió al revés, y algunos políticos empezaron a asociar el tema con el Presidente.
El muy confuso caso de los estadounidenses secuestrados en Matamoros, donde dos de ellos murieron, encontró entonces un campo ya preparado. Los republicanos aprovechan para descalificar a Biden en el tema del fentanilo y la seguridad, de donde se extienden a migración. Alguno ha regresado a la idea de declarar los cárteles como organizaciones terroristas, lo que para algunos en México es interpretado como el inicio de una invasión armada.
Los demócratas tratan de minimizar estos ataques, y para ello trasladan parte de la responsabilidad a López Obrador, y exigen que haya un trato más rudo, no solamente en el tema económico, sino también en el de seguridad. No mencionan migración, donde, como sabemos, México es el muro.
Aquí, López Obrador se hace eco de aquellos que imaginan una invasión armada para envolverse en la bandera nacional, y regresar a esa historia de bronce que le encanta y que sigue siendo casi la única referencia para la mayoría de los mexicanos. No dudo que este sábado, en la conmemoración de la nacionalización de la industria petrolera, aprovechando el lema que le pusieron a Pemex al inicio del sexenio, el tema sea “en defensa de la soberanía”.
En ambos países, la relación se ha convertido en tema electoral, porque ambos elegiremos presidente en 2024. Ya nos había pasado eso en 2015, cuando Trump nos usó durante la campaña para ganar votos, creando una ola xenófoba entre sus seguidores. El riesgo que eso implicaba en materia económica se reflejó en una depreciación del peso que no tenía ninguna otra explicación. Pasamos de 15 a 22 pesos al día de la toma de posesión de Trump, y ahí nos mantuvimos debido a la renegociación del NAFTA, primero, y al triunfo de López Obrador, después. Las amenazas de hoy no son iguales, pero el entorno financiero es más volátil.
Algunos opositores se imaginan que la presión estadounidense sobre López Obrador es buena noticia, pero no es así. Primero, no se trata de algo orientado al beneficio de ciudadanos mexicanos, sino al interés de políticos estadounidenses. Segundo, es una gran oportunidad para que López Obrador aproveche su discurso soberanista trasnochado (el que no utiliza con Cuba, Venezuela o Nicaragua).
Lo más probable es que tengamos un incremento en la polarización en ambos países que no terminará con las elecciones de 2024. Tanto Trump como López Obrador (el Trump mexicano, lo llamó Fareed Zakaria) creen que eso los beneficia, y les tiene sin cuidado si daña a sus naciones. Ellos son la culminación de un proceso de deterioro político: autoritarios, irresponsables, narcisistas, que hacen realidad esa frase atribuida a Luis XIV: “después de mí, el diluvio”.
Dos grandes naciones subyugadas por dos embusteros. Después del diluvio, nos tocará reconciliar y reconstruir.